Había conducido sin parar durante un día entero. Solo deteníamos el coche para repostar gasolina, pero cada vez que arrancaba de nuevo, sentía mis pies más adormecidos. El cansancio empezaba a notarse bajo mis ojos, y el hambre me retorcía el estómago, pero aún no estaba dispuesta a parar.
No podía detenerme. Cada minuto que pasaba en ese coche a su lado se sentía como un reloj que marcaba una cuenta atrás invisible. Quería llegar cuanto antes, sin darle tiempo para pensarlo mejor o para arrepentirse y acabar conmigo. El silencio entre nosotros generaba una tensión constante que me mantenía alerta.
Cada vez que miraba de reojo, lo veía igual, imperturbable, como si el cansancio o el hambre no fuesen nada para él. Eso me aterraba más. No podía bajar la guardia ni un segundo. Sabía lo que era capaz de hacer, y aunque había dicho que no podía matarme, ¿Quién me aseguraba que no rompería su palabra?
Cada poco fingía que me rascaba la pierna, lo que en realidad hacia era asegurarme de que los sueros que me había dado Cora seguían intactos.
Por eso seguía conduciendo. Porque si me detenía, si le daba siquiera una oportunidad de reconsiderar su promesa, todo podía terminar en un segundo. Mi vida dependía de seguir adelante, de no dar muestras de debilidad, de no quedarme vulnerable.
La carretera había empeorado con los años asfalto agrietado, salpicada de escombros y restos de vehículos oxidados, algunos volcados, otros consumidos por las llamas que hace años ya se extinguieron. A ambos lados, los árboles se erguían marchitos, como esqueletos. Había señales caídas, vidrios rotos y coches abandonados a medio camino, recordando un tiempo en que todo había colapsado.
Mis párpados pesaban, y por más que intentara mantener la vista fija en la carretera, sentía que todo se desdibujaba a mi alrededor. Los dedos me temblaban levemente sobre el volante, y la falta de sueño empezaba a jugarme malas pasadas.
Sabía que debía parar, pero el miedo me mantenía en movimiento. No podía darme el lujo de detenerme, no con él a mi lado, sin haber dicho una palabra durante horas, mirando siempre al frente.
El volante se me resbaló entre las manos por un segundo, y antes de darme cuenta, el coche se desvió hacia un costado. Mi cuerpo se tensó al instante, pero antes de que lograra corregir la dirección, una mano firme agarró el volante. En un movimiento tan rápido que apenas lo vi venir, giró el volante, enderezando la camioneta mientras su otra mano tiraba con fuerza del freno de mano.
El coche se detuvo en seco, chirriando sobre el asfalto.
—Baja— dijo molesto. Me quede desconcertada mirándole, estaba furioso, sus ojos dorados brillaban más que nunca —¡He dicho que bajes!
No quería darle la espalda, pero tampoco podía soportar esa mirada fulminante, esa furia contenida en sus ojos. Tragué saliva, esperando lo peor, preguntándome si este sería el momento en el que se arrepentiría de no haberme matado antes.
Para mi sorpresa él también salió del coche sin decir una palabra, sus movimientos rápidos, casi inhumanos. Caminó directo hacia el maletero y lo abrió de un tirón. Mi corazón latía tan rápido que sentía que me iba a desmayar. ¿Este es el fin? Pensé, preparándome para lo peor. Pero en lugar de atacar, agarró el saco donde estaba la comida, lo sacó y me lo lanzó con una rabia evidente.
—Come —gruñó, sus ojos encendidos de frustración—. No quiero que nos mates antes de llegar por ser tan estúpida como para no cuidar de ti misma.
El saco golpeó el suelo a mis pies, levantando un poco de polvo que me hizo retroceder.
—¿Voy a tener que dártela yo mismo? —espetó
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La presa se vuelve cazadora
Teen FictionUna amenaza desconocida ahora puede caminar bajo el sol. Un grupo de supervivientes conocido como "Las Presas" captura a uno de ellos en uno de sus asaltos. Deciden acabar con él para no correr riesgos, hasta que la más joven interviene, sugiriendo...