Episodio 1

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Todo aquel que ve el mundo como un infierno incluye a los demonios, y en este caso, los demonios son internos.

Adrian Blackwood se miraba al espejo, observando cómo su reflejo se desvanecía en el abismo insondable de sus propios ojos. Su rostro, una máscara perfecta de éxito y respetabilidad, no mostraba ni rastro de las grietas profundas que lo desgarraban desde adentro. Se sentía atrapado, prisionero en un cuerpo que no reconocía como propio, en una vida que había construido piedra a piedra, solo para descubrir que cada una de ellas pesaba como una lápida.

"El infierno es una prisión sin barrotes visibles," se dijo a sí mismo, sintiendo cómo la presión en su pecho crecía, "y yo soy su guardián y su único condenado." Las voces en su cabeza, esas que nunca cesaban de susurrar, resonaban con un eco burlón, regodeándose en su sufrimiento. "No eres más que un títere," decían, "un hombre de éxito vacío, un recipiente roto con una sonrisa cosida a la fuerza."

El día avanzaba en una neblina de actos rutinarios, pero cada paso se sentía como si estuviera caminando sobre cristales rotos, con cada movimiento enviando una nueva punzada de dolor. El hospital, con sus largos pasillos y su blanco impoluto, parecía una extensión de su propio tormento. Las paredes, demasiado brillantes, reflejaban la luz de manera cegadora, y los monitores de los pacientes emitían pitidos constantes que perforaban su cerebro como agujas. Los rostros de los pacientes y colegas pasaban ante él, distorsionados por su percepción quebrada. A veces, podía ver destellos de sus propios miedos y deseos reflejados en sus ojos, y sabía que ellos también eran parte del infierno en el que vivía. Pero eran las voces, siempre las voces, las que dictaban su camino.

Hoy era un día como cualquier otro, excepto que sabía que no lo sería. Hoy las voces eran más fuertes, más insistentes. Habían estado susurrando nombres, mostrando rostros. El rostro de Isabelle Hartman era uno de ellos.

Isabelle, la nueva doctora en formación, había captado su atención desde el primer día. Había algo en ella que le resultaba perturbadoramente atractivo, una inocencia que él deseaba corromper, pero que las voces le ordenaban proteger. Y eso lo enfurecía, porque sentía que estaba perdiendo el control, cediendo a una debilidad que siempre había despreciado.

Mientras la observaba de lejos en la sala de descanso, Adrian sintió que el mundo a su alrededor comenzaba a oscurecerse, como si la realidad misma estuviera siendo devorada por su psique. Isabelle estaba de pie junto a la máquina de café, sus dedos finos envolviendo un vaso de papel mientras hablaba con una colega. La luz del mediodía se filtraba a través de las persianas, creando rayas de sombra y luz sobre su piel, como barrotes invisibles que la mantenían prisionera en su inocencia. Su risa suave, un sonido tan diferente al rugido constante en la cabeza de Adrian, llenaba el aire, pero para él, era un recordatorio doloroso de lo que nunca podría tener.

Las voces se volvieron más claras, más nítidas.

"Es ella, Adrian. Ella tiene la llave. Pero no debes lastimarla. No... ella es especial..."

Adrian apretó los dientes, luchando contra la creciente marea de caos en su mente. No podía permitir que las voces lo dominaran, no hoy. Pero mientras más intentaba resistir, más fuerte se volvía su atracción hacia Isabelle.

El día transcurrió en una neblina de actos rutinarios, pero todo se sentía irreal, como si estuviera viendo el mundo a través de un velo. Cuando el sol comenzó a ocultarse, las voces se alzaron en un crescendo, y Adrian supo que no tenía otra opción. La decisión había sido tomada, no por él, sino por los demonios internos que lo gobernaban.

Esa noche, mientras el hospital se sumía en el silencio, Adrian esperó pacientemente en la penumbra, su mente dividida entre el deseo de obedecer y la necesidad de controlar. Cuando Isabelle salió de su turno, cansada y distraída, él la siguió, sus pasos silentes como los de un depredador acechando a su presa.

El aire era frío, cargado de la humedad del otoño. Las hojas caídas crujían bajo sus pies, como susurros que contaban secretos prohibidos. La calle estaba vacía, un escenario perfecto para lo que estaba por suceder. Adrian la siguió a una distancia prudente, asegurándose de que ella no sospechara nada. Su respiración era tranquila, controlada, pero su corazón latía con la fuerza de un tambor, cada golpe sincronizado con las palabras de las voces en su cabeza.

El secuestro fue rápido, eficiente, un reflejo de su perfección calculada. La agarró por detrás, cubriéndole la boca con una mano enguantada mientras con la otra sostenía una jeringa llena de sedante. Isabelle apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la oscuridad la envolviera, llevándola a un lugar donde las voces de Adrian eran la única compañía.

El sótano de la casa de Adrian, que había sido diseñado originalmente como un almacén, se había convertido en una prisión privada, un laberinto de sombras donde él podía ser el carcelero y el condenado. Las paredes eran de concreto desnudo, frías y húmedas, y el aire olía a tierra y metal. La única luz provenía de una bombilla colgante en el centro de la habitación, cuyo brillo amarillento apenas era suficiente para ahuyentar la oscuridad.

Adrian la colocó suavemente sobre un viejo colchón en el suelo, asegurándose de que sus muñecas estuvieran atadas con firmeza, pero no demasiado fuerte. Mientras la observaba, sintió una mezcla de poder y vulnerabilidad. Por primera vez en mucho tiempo, las voces en su cabeza estaban en silencio, expectantes, como si estuvieran esperando ver qué haría a continuación.

Pero no hubo satisfacción en su pecho, ni el alivio que pensaba que sentiría. Solo un vacío más profundo, un eco que resonaba en su mente: "¿Qué harás ahora, demonio? ¿Qué harás cuando la luz te reclame?"

Mientras se alejaba del cuerpo inconsciente de Isabelle, Adrian sintió una punzada de algo que no reconoció al principio. ¿Era remordimiento? ¿O tal vez era miedo? No estaba seguro, pero una cosa sabía con certeza: Isabelle Hartman ahora formaba parte de su infierno personal, y no estaba seguro de si podría protegerla de las sombras que acechaban en su mente.

Condujo hacia la noche, dejando atrás el hospital y el mundo que conocía, sabiendo que su vida, y la de ella, nunca volverían a ser las mismas. Pero en el fondo, sabía que no era un hombre en busca de redención. Él era un hombre que había aceptado su condena, y su único deseo era arrastrar a alguien más con él hacia el infierno que había creado en su propia mente.

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