prologo

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9 años antesBrookside, Pennsylvania

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9 años antes
Brookside, Pennsylvania



Era uno de esos días perfectos de verano, cuando el sol brillaba tan fuerte que parecía imposible que algo malo pudiera suceder. El cielo estaba despejado, de un azul tan intenso que dolía mirarlo directamente, y el lago, mi lago, reflejaba cada rayo de luz como un espejo. Me gustaba pensar que ese lugar me pertenecía, que cada ola suave y cada brisa eran solo para mí.

Mis padres siempre me dejaban venir aquí acompañado de Agnes, mi niñera, aunque si fuera por mí, vendría solo. Ya tenía diez años, después de todo, y creía que podía manejarme sin problemas. Pero allí estaba ella, aplicándome protector solar mientras yo observaba cómo el mundo se desplegaba ante mí, perfecto e inalterado. O eso pensé, hasta que lo vi.

Un niño, parado a la orilla del lago, justo en el lugar donde solía tirar piedras para ver las ondas que se formaban en el agua. Su cabello negro caía en mechones desordenados sobre su frente, y su piel pálida contrastaba con el entorno soleado. Era tan delgado que me pregunté si el viento podría llevárselo en cualquier momento. Y para colmo, estaba tirando piedras en mi lago.

Sentí que mi corazón se aceleraba de indignación. ¿Quién era ese intruso? Ese lugar era mío, mi rincón secreto donde podía escapar de todo. Me puse de pie de un salto, cruzando los brazos con la mejor imitación de la postura de mi padre cuando estaba a punto de regañar a alguien.

—Oye, deja de tirar piedras —le grité, tratando de sonar tan firme como mi padre—. Podrías lastimar a alguien.

El niño se giró lentamente, y sus ojos, de un azul eléctrico, me miraron con una mezcla de sorpresa y burla. Me observó de arriba a abajo, y luego, con una sonrisa que me hizo sentir más pequeño de lo que era, respondió:

—¿A quién? ¿A los peces? —dijo en un tono que me hizo sentir que me estaba tomando el pelo. Tiró otra piedra, que cayó justo frente a mí, salpicándome agua en las piernas.

—Sí —respondí, aunque mi voz tembló un poco esta vez.

—No hay peces en este lago, niño tonto —replicó mientras se acercaba, sin preocuparse de que sus pies descalzos se hundieran en el barro. Su postura era desafiante, como si no le importara en absoluto lo que yo pensara.

—Pues no me gusta que tires piedras en mi lago —insistí, cruzando los brazos de nuevo, aunque sentía que el control de la situación se me escapaba.

El niño me miró con una ceja levantada y luego sonrió de una manera que no entendí en ese momento.

—¿Tu lago? —dijo con una mueca divertida—. No sabía que eras el dueño del lago. Mis disculpas, señor Tyler.

La manera en que alargó mi nombre me hizo hervir por dentro. Estaba más enojado que la vez que me caí y Agnes no se dio cuenta.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté, sintiendo que la situación se me escapaba de las manos.

—Lo escuché por ahí —respondió encogiéndose de hombros—. Además, no es difícil saber quién eres. Eres el niño rico que siempre viene aquí con su niñera.

Abrí la boca para contestar, pero antes de que pudiera decir algo, escuchamos un sonido. Era un llanto suave, apenas un susurro, pero suficiente para llamar nuestra atención. Ambos dejamos de discutir y miramos hacia el lago, buscando el origen del sonido.

Nos acercamos, y allí, justo en la orilla, vimos una caja de cartón empapada, apenas sostenida por la corriente. Los maullidos venían de allí. Sin pensarlo, el niño corrió hacia la caja y, con cuidado, la sacó del agua, mientras yo lo observaba, aún incrédulo.

Dentro de la caja, encontramos dos pequeños gatitos, temblando de frío y empapados hasta los huesos. Eran tan frágiles que parecía que un solo soplo podría romperlos. Uno era negro como el carbón, con ojos azules que parecían dos pequeños cielos despejados. El otro, blanco como la nieve, con ojos verdes que brillaban con un miedo que reconocí al instante.

—Son tan pequeños —dije en un susurro, sintiendo cómo mi enojo se desvanecía ante la visión de esas criaturas indefensas.

—Alguien quiso deshacerse de ellos —dijo el niño, con una tristeza en su voz que no había notado antes.

—¿Pero quién haría algo así? —pregunté, incapaz de entender por qué alguien querría lastimar a seres tan inocentes.

—Gente mala —respondió, acariciando al gatito blanco con suavidad.

—Como tú —dije en tono de broma, tratando de aliviar la tensión.

El niño me miró y, por primera vez, sonrió sinceramente.

Pasamos el resto de la tarde juntos, olvidando nuestras diferencias y concentrándonos en los gatitos. Jugamos en el lago, los cuidamos, y por un breve momento, todo parecía perfecto. Agnes nos miraba de lejos, sonriendo como si estuviera orgullosa de que estuviera socializando con un niño flaco y descalzo.

Finalmente, cuando el sol comenzó a bajar y la luz dorada envolvía el lago, Agnes me dijo que era hora de irnos. Me sentí triste, como si estuviera dejando algo muy importante atrás.

—Oye, ¿qué haremos con los gatitos? —pregunté, mirando al niño con preocupación.

—¿Tú puedes adoptarlos? —preguntó él, con esperanza en su voz.

—Creo que sí —respondí, aunque sabía que convencer a mis padres no sería fácil.

—Entonces llévatelos —dijo, ofreciéndome al gatito blanco.

—Pero no me dejarán quedarme con los dos —dije, sintiendo una mezcla de frustración y tristeza—. Además, no sé si la gente tratará bien al que no me quede.

—Está bien, yo me quedaré con este —respondió, tomando al gatito negro en sus brazos.

—Ya somos padres —dije sin pensar, sorprendiéndolo. Me miró con una sonrisa que no entendí del todo en ese momento.

—Oye, ¿cómo le llamarás? —pregunté, curioso por saber qué nombre elegiría.

—No lo sé —dijo mientras miraba al gatito negro—. Tiene cara de Max. Se llamará Max.

—Es el nombre más feo que he escuchado en toda mi vida —dije con desdén—. A él no le gusta ese nombre.

—¿Y tú qué sabes? —replicó el niño, riendo.

—Mi gatita se llamará Belladonna —anuncié con orgullo—. Es un nombre elegante y bonito.

El niño soltó una carcajada. Su risa me resultó tan extraña y molesta.

—Es el nombre más estúpido que he escuchado —siguió riendo.

—Pues al menos es un nombre bonito y refinado —me defendí, sintiendo cómo me enrojecía de rabia—. No fue un gusto conocerte, Julian.

—Adiós, Tyler —respondió él, aún con esa sonrisa enigmática.

Caminé de regreso a casa con Belladonna acurrucada en mis brazos, sintiendo algo nuevo dentro de mí. Miré hacia atrás una vez más antes de irme, viendo a Julian sosteniendo a Max. Sabía que ese no sería nuestro último encuentro, y aunque no podía explicarlo, sentía que algo importante había comenzado ese día en el lago.

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