1934

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1934



El jardín, que usualmente rebosaba de vida y movimiento, ahora yacía sepultado bajo la fría monotonía de la nieve, como una pintura en blanco y negro que alguien había olvidado terminar. Las flores que antes bailaban con el viento se encontraban enterradas, y el huerto, aquel que mi madre y Julian habían comenzado a trabajar juntos, estaba congelado en el tiempo, inerte y roto, como mi propio corazón. El invierno, implacable y prematuro, había llegado sin aviso, interrumpiendo cualquier intento de creación o de esperanza. Desde mi ventana, observé el vasto campo cubierto por un manto blanco, incapaz de sentir algo más allá de la frialdad que también comenzaba a apoderarse de mi interior, envolviéndome en un letargo del que no sabía cómo escapar.

Dentro de la casa, el ruido era constante, imparable. El llanto del recién llegado, el nuevo miembro de la familia, resonaba en las paredes, un recordatorio ineludible de lo que ya no me importaba. La vida seguía su curso, avanzaba para todos, excepto para mí. Yo era una isla atrapada en la tormenta, mientras los demás navegaban a través de ella sin siquiera voltear a mirar.

La puerta de la habitación se deslizó lentamente, y en el umbral apareció Julian, con esos ojos azules eléctricos que siempre habían tenido la capacidad de penetrar la oscuridad más profunda. Ahora, sin embargo, su mirada parecía más pesada, cargada con el mismo silencio frío que se había instalado entre nosotros en los últimos meses. Aun así, su sonrisa seguía ahí, suave, pero teñida de una melancolía que no lograba esconder.

—Hola, Tyler —dijo en un susurro, su voz como una brisa que intentaba calmar la tormenta que se arremolinaba en mi interior—. ¿Puedo pasar? —preguntó, quedándose en el umbral, como si esa puerta invisible que yo había erigido entre nosotros fuera tangible.

—Claro, pasa —respondí, con un tono apagado, carente de entusiasmo. Pero algo en mi voz le dio a entender que, al menos por ahora, no lo apartaría.

Julian entró con pasos medidos, cada uno resonando en el hielo que nos separaba. Caminaba con cautela, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera hacer que el frágil puente entre nosotros se rompiera por completo.

—Ya tengo que irme —dijo mientras se acercaba a la cama donde yo estaba recostado. Había algo en su presencia que siempre traía un leve consuelo, pero esta vez, su cercanía también traía consigo un peso que no esperaba—. Pero antes de irme, quería darte tu regalo de Navidad.

De entre sus manos apareció una pequeña caja envuelta en papel sencillo, coronada con un listón rojo que parecía brillar en la penumbra de la habitación. Aunque simple, el paquete tenía un aire especial, como si todo el amor y el esfuerzo del mundo hubieran sido puestos en ese pequeño detalle.

Una sonrisa involuntaria se asomó en mis labios antes de que pudiera detenerla, pero junto a ella vino una ola de culpa que me golpeó con fuerza. No había preparado nada para Julian. Yo, que siempre tenía algo que ofrecer, que solía ser el centro de atención, esta vez no tenía nada.

—No, Julian, no es necesario —murmuré, intentando ocultar la incomodidad que me invadía. Pero sabía que mi rostro me traicionaba, que la culpa era evidente en cada línea de mi expresión.

—Acéptalo —insistió él, con una firmeza envuelta en cariño—. Me costó mis ahorros extras.

El peso de sus palabras cayó sobre mí como un bloque de hielo. Tomé la caja con cuidado, sintiéndome indigno de sostener algo tan significativo. Mientras deshacía lentamente el lazo y levantaba la tapa, mis manos temblaban ligeramente. Dentro, había una bufanda de lana, tejida con esmero, en tonos sobrios pero elegantes. El tejido era suave al tacto, cálido, como si llevara consigo una promesa de consuelo en medio de aquel frío invierno.

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⏰ Última actualización: Oct 04 ⏰

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