Corto 5: Jefe

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Era una cálida tarde de 1865. El sol bañaba la ciudad con un resplandor dorado, pero en la oficina de un joven Argentina, el ambiente era más sombrío. Papeles desordenados cubrían su escritorio, documentos militares y reportes estratégicos amontonados en pilas inestables. Argentina dejó escapar un suspiro de cansancio, frotándose las sienes mientras se preguntaba cómo había terminado ahogado en tanto papeleo.

—¿Por qué rayos tengo tantos papeles...?— murmuró para sí mismo, su voz cargada de agotamiento. Tomó un informe militar al azar, sus ojos recorriendo rápidamente las palabras hasta que una frase en particular hizo que su corazón diera un vuelco.

—¿Paraguay qué caraj-?— comenzó a exclamar, pero su frase quedó interrumpida cuando la puerta de su oficina se abrió de golpe, casi arrancándola de las bisagras.

El culpable de tal escándalo no era otro que el Imperio del Brasil. Su entrada dramática dejó a Argentina boquiabierto por un momento. Los ojos del Imperio estaban casi desorbitados, con una intensidad que raramente se veía. Vestía su clásica capa verde oscura, decorada con olivos dorados que se bifurcaban por los bordes, como raíces de un árbol antiguo y poderoso. Sobre su cabeza llevaba una corona de oro, algo que solo solía usar en las ocasiones más graves.

—¡Necesito hablar contigo, pero para ayer!— exigió el Imperio con una voz que resonó en la habitación mientras se alejaba de la puerta, caminando hacia el centro de la oficina con pasos firmes.

Argentina, todavía sorprendido por la irrupción, levantó las manos en un gesto de defensa, como si intentara protegerse del torrente de energía que irradiaba el Imperio. —¡Wow! ¡¿Ni un café primero?!— replicó con sarcasmo, tratando de recuperar algo de control sobre la situación, aunque su tono traicionaba un ligero nerviosismo.

El Imperio no estaba para juegos. Se acercó aún más, hasta quedar frente a la mesa de oficina del argentino. Golpeó fuertemente la mesa con ambas manos, haciendo que los papeles volaran en todas direcciones. Argentina sintió cómo el corazón le latía con fuerza en el pecho, su humor burlón disipándose rápidamente.

—Dije... ¡Que tengo que hablar contigo!— repitió el Imperio, su rostro ahora a pocos centímetros del de Argentina. Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y urgencia. —¿No viste que Paraguay acaba de invadir Corrientes? ¡Acaba de invadirte!—

Argentina asintió rápidamente, intentando procesar la noticia mientras el sudor comenzaba a perlar su frente. —Sí, lo vi en el informe, pero...— su voz tembló ligeramente, la gravedad de la situación comenzando a asentarse en su mente.

—¡Pero nada!— lo interrumpió el Imperio, moviéndose con la agilidad de un león acorralado. —Esto no es un juego, Argentina. ¡Nos enfrentamos a una amenaza real!—

Argentina tragó saliva, sintiéndose como un joven soldado recién salido de la academia, enfrentándose a su primer combate. El Imperio siempre había sido una figura imponente, pero nunca lo había visto tan furioso, tan lleno de determinación. Era como si una tormenta estuviera a punto de desatarse, y él estaba en el centro de ella.

—¿Qué hacemos entonces?— preguntó Argentina, intentando sonar más seguro de lo que realmente se sentía.

—¡Nos aliamos, tonto!— exclamó el Imperio sin dudarlo, golpeando la mesa nuevamente para enfatizar su punto. —Paraguay se ha vuelto loco. Si no lo detenemos ahora, ¡nadie estará a salvo! Necesitamos unir fuerzas, crear una coalición, y aplastarlo antes de que cause más daño.

Argentina se quedó en silencio por un momento, asimilando la propuesta. Sabía que era la decisión correcta, pero algo en la intensidad del Imperio lo inquietaba. Había algo más en juego, algo personal que el Imperio no estaba diciendo.

¡Cortos de países con patas y más!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora