Corto 11: ¿Imperio y Confe. Ame?

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Era una tarde cálida, casi abrasadora, en algún rincón perdido del sur de los Estados Unidos. El aire seco y denso se impregnaba del olor a polvo y pasto quemado, el cielo tenía un tinte amarillento que parecía acentuar el desierto que lo rodeaba todo. En medio de este paisaje moribundo, se levantaba un rancho imponente, construido con viejas maderas y piedras robustas que habían resistido el paso del tiempo. El edificio, desmoronándose lentamente, era un reflejo del hombre que lo habitaba. Un símbolo de algo que alguna vez fue poderoso, pero ahora, solo un eco de un pasado lejano.

En el porche, sentado en una silla de madera gastada por los años y el sol, estaba "Los Estados Confederados de América", conocido entre sus más cercanos simplemente como "El Confederado". Su cabello, en otro tiempo rubio, ahora era gris y ralo bajo su sombrero vaquero. En su regazo descansaba un banjo, y aunque sus dedos perezosamente rozaban las cuerdas, no tocaba ninguna melodía en particular. Su mirada estaba perdida en la nada, como si esperara algo que nunca llegaría.

Hasta que, en la distancia, divisó una silueta. Una figura a caballo, el sol del atardecer proyectaba su sombra larga y alargada sobre el camino de polvo. El Confederado entornó los ojos, intentando reconocer al visitante, pero su postura no cambió. Era un hombre paciente, o quizás simplemente resignado.

El jinete se acercaba rápidamente, montado sobre un imponente caballo blanco. El animal era un espectáculo en sí mismo, y su jinete, aún más. Vestía con un estilo impecable y casi teatral: zapatos de cuero verde oscuro que brillaban al sol, una chaqueta negra ajustada y ornamentada con detalles dorados que formaban olivos sobre los hombros, y colas que caían grácilmente detrás de él. Un cinturón marrón abrazaba su cintura, resaltando su esbelta figura, mientras que su pantalón blanco de impecable confección, bordeado con delicados detalles dorados, contrastaba con la sobriedad de su chaqueta. Llevaba una camisa blanca abotonada hasta el cuello y un pequeño corbatín verde y amarillo que terminaba de darle ese aire regio.

El Confederado lo reconoció de inmediato. Solo una persona en este mundo tenía el descaro de llegar así, desafiando la austeridad y el desánimo del lugar. El Imperio del Brasil.

—Oh, buenas tardes... Majestaddijo el Confederado con tono de ironía. Su voz sonaba áspera por los años y el desuso, pero el saludo cargaba un matiz de afecto escondido. No se movió de su silla, apenas levantando la cabeza para mirarlo.

El Imperio desmontó con la misma elegancia con la que había llegado. Sus botas hicieron un leve sonido al pisar las escaleras de madera mientras se acercaba con paso firme.

—Han pasado 168 años desde su última visita —añadió el Confederado, su mirada seguía fija en el horizonte, como si no quisiera mostrar demasiado interés, aunque internamente algo en su pecho se apretaba—. ¿Qué lo trae por estos lares, su majestad?

—Quería saber cómo estabas —respondió simplemente el Imperio, su tono sereno pero con esa gravedad que siempre lo había caracterizado. Sin embargo, en su mirada, había algo cálido. Algo que, durante muchos años, solo el Confederado había podido ver.

El Confederado rió bajo, una risa sin alegría pero cargada de reconocimiento. Había aprendido a no esperar mucho de las palabras del Imperio, siempre tan medidas y llenas de significado oculto.

El Imperio subió los últimos peldaños del porche y se detuvo frente a él. La diferencia en altura se hizo evidente cuando el sudamericano se inclinó ligeramente para mirarlo a los ojos. Por un momento, ninguno de los dos habló. Solo se miraron, como si esas décadas de distancia entre ellos se hubieran desvanecido en un solo segundo.

Entonces, para sorpresa del Confederado, el Imperio se arrodilló lentamente ante él. El gesto era inesperado y profundamente simbólico. El Confederado entrecerró los ojos, confundido.

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