Pesadilla: El ateo.

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Caminaba frente a un humilde hogar en un pueblito en el que jamás había estado. En la puerta de dicha casa una señora de rasgos indígenas que vestía como la típica señora de servicio de las novelas, con el delantal y dos enormes trenzas cayendo a los lados de su cabeza. La nena se aferraba a la señora que asumí que era su abuela por puro prejuicio, se sujetaba de la falta de la señito temblando de miedo.


La señora me dijo en tono de advertencia misericordiosa. Mijo esa casa está embrujada, mejor no entre.


Yo con mi arrogancia típica de citadino que ha leído un par de libros, sonreí con sorna, la típica risa burlona del que se cree superior y le respondí con condescendencia. Tranquila señora que yo no creo en esas cosas, me miró con la resignación del que sabe que no hay nada que hacer por ese que se ahoga y que no quiere dejarse ayudar, solo dio un paso a un lado y me dejó entrar.

La casa estaba en una semi penumbra pues en pleno día la absoluta oscuridad no era posible. Aun así, la casa estaba clausurada con tablones tratando de bloquear todas las entradas o las salidas dependiendo como se viera. Había en el aire un polvillo que generaba un efecto de neblina en pleno día, los rayos de luz que se colaban por las rendijas eran la única fuente de luz.


Dos pasos más allá del umbral de la puerta comencé a escuchar una risa. Una risa desagradable, una risa que no reía, una risa que era más desprecio que burla. Aquello no me inmutó, sinceramente y aunque parezca el más estúpido de los clichés, se lo achaqué a mi imaginación. Cuántas veces a viendo alguna película no me enojé pensando con la actitud absurda de los que participaban en ella. Pues, ahí estaba yo siendo igual de absurdo, creo que cualquiera hubiese salido corriendo, pero mi arrogancia y mi ego me servían como soporte para apuntalar aquella ridiculez de decisión, la de querer saber antes que querer sobrevivir.

La risa aún se dejaba escuchar, la risa emanaba de aquella habitación. Me acerqué a la muñeca decidido y al tratar de alzarla la cabeza se le desprendió y me quedó en las manos. Me la metí debajo de la axila, apretándola entre mi brazo y el torso. Está vez la risa no era un sonido disperso, está vez era la risa de la muñeca. Lo negué, no quise creer que estaba pasando, pero en un punto la risa era tan opresiva que no me quedó de otra que alzar la cabeza y ponerla frente a mí. Efectivamente la muñeca reía a ojos vista, pero esta vez no solo se conformó con reír, sino que dijo.

¿Y hora que no crees en Dios, qué vas hacer?


En ese punto estaba temblando de miedo, todo aquello superaba cualquier grado de escepticismo. Haciendo mi mejor esfuerzo por tener la voz serena le respondí.
Si creo en Dios lo que no creo es en estás tonterías paranormales.


A mí respuesta la risa se volvió estruendosa, el sonido de unos rápidos pasos llamó mi atención, era el cuerpo sin cabeza de la muñeca que corría hacia mí desde la habitación, se le arrojó encima como queriendo derribarme, al contacto de su cuerpo con el mío, entonces desperté.

Cuentos Cortos- Uge BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora