Capítulo Dos.

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Nicola Coughlan.

Deseo, con una intensidad que arde en lo más profundo de mi ser, que tu corazón, pequeño y encogido por el rencor y la indiferencia, comience a dilatarse. Deseo que se te ensanche al pecho y que poco a poco sientas cómo crece, cómo el calor que brota de sus entrañas te invade el pecho hasta no dejarte respirar. Te costará ignorarlo, lo sé. Sentirás cómo late con furia, cómo cada palpitar te empuja hacia el abismo de lo inevitable. Y en ese crecimiento imparable, no te quedará más remedio que amar. Amar con una fuerza que te desgarre desde dentro, que te consuma como un fuego abrasador que no tiene final.

Amarás sin elección, con una devoción tan desesperada que todo lo que antes fue tuyo—tu orgullo, tu frialdad, tus miedos—se desvanecerá en el aire como polvo. Y así, seguirás amando, incluso cuando ya no te quede nada por dar, cuando estés exhausto y desgastado, cuando tu alma misma te implore que pares, pero no podrás. Amarás hasta que todo lo que eres se haya disuelto en ese acto implacable.

Y llegará el día, ese día que ahora te parece lejano, en que te verás reflejado en las manos de tu verdugo. Te reconocerás en él, en esa mirada que alguna vez fue ajena, pero que ahora contiene todos tus secretos, todos tus pecados. Y entonces, ya no tendrás escapatoria. Te dejarás arrastrar, no como un hombre, sino como una culebra que se desliza por el suelo, vencido, desgastado, enroscado en sus propios remordimientos.

Lentamente, te llevarás contigo tu cuerpo y tu alma, ambos pesados, ambos llenos de sombras, hacia ese lugar que tú mismo has llamado infierno. Ese sitio oscuro y abismal que, aunque siempre lo temiste, en lo más profundo de ti sabías que te pertenecía, que era tu destino. Porque, ¿acaso no lo fue siempre? Ese lugar no es más que el eco de lo que has sido, de lo que construiste con cada acción, con cada elección, y ahora te recibe como el hijo pródigo que vuelve al hogar que siempre ha sido suyo.

{...} Contando mi historia.

Estábamos en el velatorio de Rupert Newton, un hombre que había sido más una sombra que una figura palpable en nuestras vidas, pero cuyo vacío ahora se sentía como un pozo insondable. Frente a mí, estaban los tres huérfanos, tan diferentes en su manera de sufrir que parecían estar en mundos aparte. Claudia, siempre la más sensible, no paraba de llorar. Estaba abrazada al cuello de su marido, y aunque su llanto no llegaba a ser desgarrador, su sonido reverberaba en el ambiente, envolviendo el salón en una tristeza ensordecedora. Era como un eco que no desaparecía, persistente, pero sin romper por completo.

A unos pasos de ella, Lucas permanecía pegado al ataúd, con las manos aferradas al borde como si estuviera rogando por perdón. Sus ojos, vacíos y perdidos, parecían buscar respuestas en el rostro pálido y sin vida del hombre dentro de la caja. Se inclinaba hacia él, murmurando palabras que sólo el silencio podía escuchar. Había algo en su postura, en la manera en que su cuerpo se inclinaba, que hacía evidente el peso de su culpa. No pude evitar pensar que en su mente estaba librando una batalla con los fantasmas de su propio pasado.

Luke, por otro lado, estaba al margen de todo, en una esquina del salón. A pesar de que no se movía, su presencia era tan palpable como la de cualquier otra persona en la sala. Parecía estar sosteniendo algo invisible en sus manos, algo delicado, quizás el mismo hilo de su alma. Su mirada perdida en el vacío, su respiración casi imperceptible. Sabía que, en su interior, estaba luchando por no dejar que todo se le escapara entre los dedos, como arena deslizándose hacia el olvido.

Yo, por mi parte, sentía una pena que me envolvía como un manto, pero no tan profunda como la de los otros. Había lágrimas en mis ojos, una o dos se deslizaron por mis mejillas, pero en mi corazón latía algo más fuerte que el dolor: la certeza de que, aunque mi papel en todo esto había sido difuso, no me arrepentía de lo que había hecho. Quizás no había actuado de la manera más noble, ni con las mejores intenciones, pero dentro de mí sabía que había hecho lo correcto, aunque nadie más lo comprendiera.

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