II: Flechas de oro y plomo

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¿Los rayos del sol habían afectado la cabeza del Dios Eric?

No exactamente, algo así.

Después de la desagradable conversación que había tenido con la Diosa Bárbara, el Dios Eric subió de nuevo a su carroza, y errático, azotó su látigo contra de los caballos que tiraban de ella, viajando a través del bosque sin un rumbo fijo.

No podía creer que esa zorra se atreviera a decirle todas esas cosas ¡Insultarlo! Cartman no deseaba y tampoco necesitaba de una pareja y de quererla él se creía lo suficientemente capaz de conseguir una por sí mismo. Sin ayuda de esa sucia e impura Diosa.

Cartman apreciaba su soledad en el inframundo, pensaba que el amor y la lujuria solo eran unas de esas cosas que los Dioses del olimpo usaban para llenar sus vacíos y superficiales corazones. Incluso hasta nauseas le provocaba pensarlo.

Estaba bien por sí solo.

Aunque también mentiría si no admitiera que la lúgubre soledad del inframundo podía llegar a ser un poco aburrida y...

Hee-Hee...

Oh, esa reconocible risa se hizo presente en su cabeza y perdió el control de sus pensamientos.

La razón puede controlarse, a veces; pero el corazón suele ser más sincero e impulsivo.

Y por desgracia, esta impulsividad fue vista por quienes menos lo deseaba.

Al otro lado del arroyo, descansaba parte del sequito de las Diosas puras: Wendy y Shelly; en compañía de a quien pretendían incorporar a su grupo: la hija de la diosa de la agricultura: Heidi.

Descansaban bajo la sombra de los frondosos árboles, disfrutando de la vista que ofrecía el río y los narcisos amarillos que surgían de sus orillas.

—Estoy segura que en cuanto regrese la Diosa Sheila, ella te aceptará oficialmente en nuestro grupo de Diosas puras y empoderadas.

Comentaba la Diosa del hogar, Wendy, empapada de la paz que respiraba en la fresca brisa del río, a la hija de la Diosa de la agricultura, a Heidi, quien sostenía y olfateaba un ramo de narcisos amarillos.

— ¡No, Yo Cupido! ¡Aléjate de mí!

Y la paz fue perturbada con la presencia de tal errático grito, congelando a las Diosas.

Al otro lado del arroyo, el Dios Eric corría de un lado a otro, tropezando y huyendo de un ser imaginario: de Yo Cupido. Luchando contra sus pensamiento intrusivos.

— ¿Cartman? —Cuestionó la Diosa Wendy con indignación, la llama de su tiara se encendió — ¿Pero qué hace aquí arriba ese loco? ¡Qué desvergonzado! ¡No tiene ni un gramo de decencia!

—Creo que ya se salió de control. Llámales al tonto de Kenny y al gusano de mi hermano —señaló la Diosa de la caza, Shelly, mientras inspeccionaba el filo de su flecha.

Sin embargo, el Dios Cartman iba tan inmerso en su propia discusión que ni siquiera notó la presencia de ellas. Continuó corriendo sin rumbo por el denso busque, esquivando las flechas que Yo Cupido arrojaba sin discreción, empeñado a que Cartman cambiara de una buena vez su opinión sobre el amor, que se diera cuenta que abrir su corazón a otros no siempre tenía que terminar en algo malo; que aceptara cuanto anhelaba en realidad una compañía genuina que lo alejara de la fría soledad en la que cayó a causa de otros.

Vamos, Eric —insistía Yo Cupido —. Siempre te quejas por lo solito que estás allá abajo, un poco de amor no le irá mal a tu vida.

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