Caida al vacio

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2 de abril de 2004. Los globos blancos ascendieron lentamente hacia el cielo. Marta depositó un ramo de jazmines sobre el féretro antes de que este desapareciera en el interior del crematorio. En ese instante, sintió que una parte de ella también se apagaba. La persona que más amaba en el mundo se había ido, dejándola sumida en un dolor indescriptible.

Con un traje sastre blanco y gafas oscuras, ocultaba su tristeza tras una fachada de control. Una única lágrima rodó por su mejilla, pero rápidamente la secó. Levantó la cabeza y comenzó a caminar hacia su camioneta. Sentía que su cuerpo se movía por inercia, como anestesiado. Andrés, su hermano, intentó abrazarla, pero ella lo esquivó. También lo intentó Begonia, su cuñada y amiga, pero fue en vano.

Marta siempre había sido reacia al contacto físico, y hoy más que nunca. Sentía que, si alguien la abrazaba, podrían borrar el último abrazo que compartió con su abuela. Necesitaba espacio, quería alejarse de la gente, de las miradas compasivas y de la prensa. El protocolo, los pésames y las entrevistas que tanto entretenían a su padre y su hermano Jesús le parecían insoportables. Parecían disfrutar de la atención mediática que había generado el fallecimiento de Doña Catalina de la Reina, la matriarca de una de las familias empresariales más influyentes de Argentina.

Marta, en cambio, se sentía devastada. La vida ya le había arrebatado a su madre cuando era una niña, pero jamás imaginó que podría ser aún más cruel al quitarle también a su abuela. Catalina había sido su mayor aliada, su referente, su mentora. Y ahora, mientras se alejaba de todos, su mente se aferraba a la última conversación que tuvieron la noche anterior.

Doña Catalina estaba en su despacho, revisando algunos documentos después de una intensa discusión con su hijo Damián y su nieto Jesús sobre una decisión empresarial que involucraba la nueva planta de los laboratorios De la Reina en Madrid. Marta había tocado suavemente la puerta antes de entrar.

—Abuela, ¿puedo pasar?

—Marta, querida, claro que sí, pasa. ¿Tienes los archivos que le pedí?

—Sí, abuela. Pero... ¿por qué no deja esto para mañana? Revisar todo le llevará tiempo, y no se ve muy bien.

—No, querida. Los asuntos complicados es mejor resolverlos rápido. Los problemas no se deben evitar, hay que ocuparse de ellos antes de que se agraven.

Marta se sentó frente a su abuela, observando las líneas de preocupación en su rostro.

—¿Está enojada por lo que hicieron mi padre y Jesús? ¿Tiene que ver con los documentos que me pidió?

—Así es, pero te lo contaré cuando lo haya solucionado. Pronto, más de uno perderá la sonrisa, ya lo verás. Aunque, dime algo, Marta. Hace tiempo que no veo ilusión en tus ojos ni una sonrisa sincera en tu rostro. ¿Qué te pasa?

Marta sintió un nudo en la garganta. Sabía que su abuela podía ver más allá de lo superficial. Catalina siempre leía sus emociones como si fueran un libro abierto.

—Hija, míreme —le dijo suavemente—. ¿Por qué no confías en mí? Sé que hay algo que te pesa en el alma, algo que no has podido ni siquiera admitir ante ti misma. Estoy aquí para escucharte. Nada de lo que me digas cambiará lo que siento por ti. Eres la niña de mis ojos, más que una nieta, eres es para mí la hija que nunca tuve. Lo sabes, ¿verdad?

El corazón de Marta latía desbocado. Sentía que estaba perdiendo el control de la situación, y no podía soportarlo. No estaba preparada para esa conversación, ni lo estaría nunca.

—Catalina de la Reina, por favor —respondió, forzando una sonrisa—. Hoy no es el día para hablar de esto. Estoy a días de mis exámenes finales, y mi padre sigue presionándome para que sea perfecta en la empresa. Jesús está esperando que me equivoque en cualquier momento. Hoy no, abuela, hoy no puedo. Pero le prometo que, después de mi graduación, tendremos esa charla. Se lo prometo.

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