El eco del amor parte 2

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El oficial Rodríguez se inclinó hacia mí, su expresión cambiando de preocupación a compasión.

—Entiendo que estés dolida, y es normal sentirte así. Pero ahora necesitamos salir de aquí, hay personas que quieren ayudarte.—

Mis lágrimas caían con fuerza, y cada palabra que pronunciaba resonaba con un eco de desesperación.

—¡No quiero ayuda! Quiero a mi mamá. ¿Por qué tuvo que pasar esto? ¡Era tan buena! ¡No lo merecía!

El oficial, con calma, intentó acercarse más a mi

——No estás sola en esto. Hay otros que se preocupan por ti y que quieren asegurarse de que estés a salvo. Es difícil ahora, pero con el tiempo, las cosas pueden mejorar. Tu mamá te amaba mucho, y siempre estará contigo en tu corazón."

Su voz era suave, pero no podía escuchar. Todo lo que quería era volver a escuchar la risa de mi madre, sentir su abrazo cálido. La ausencia se sentía tan abrumadora, como si el aire se hubiera vuelto pesado.

—No quiero que me digas eso— grité, mi voz estaba desgarrada. —No quiero que me digas que estará en mi corazón. Quiero que esté aquí, conmigo.

El oficial me miró, y en sus ojos vi una mezcla de tristeza y determinación.

—Lo sé, y es doloroso,Pero ahora, lo más importante es que tú estés a salvo. Vamos a salir de este lugar. Después podremos hablar más sobre tu mamá y lo que pasó.

— No puedo dejarla atrás.—con una voz casi inaudible murmuré

—Debes hacerlo, No es justo que te quedes aquí sola con el dolor. Es hora de buscar ayuda, y sé que tu mamá querría que tú estuvieras a salvo.

La voz del policía resonó en el aire, rompiendo el silencio que me envolvía. Miré hacia arriba, encontrando su mirada preocupada pero firme.

—Vamos, pequeña, no puedes quedarte aquí —dijo, acercándose un poco más. Su tono era suave, pero había una autoridad detrás que no podía ignorar.

—No entiendo —respondí, sintiendo cómo la ansiedad me invadía nuevamente—. Este lugar... es donde la vi por última vez.

El oficial se agachó a mi altura, sus ojos transmitiendo comprensión.

—Sé que es difícil, pero quedarte aquí no cambiará lo que pasó. Necesitas cuidarte a ti misma primero.

Un nudo se formó en mi garganta. La idea de dejar atrás el último lugar donde había sentido su presencia me resultaba abrumadora.

—¿Y si la olvido? —musité, casi para mí misma.

—No la olvidarás —aseguró el policía—. Ella siempre estará contigo, en tus recuerdos, en tu corazón. Pero ahora es momento de buscar ayuda, de seguir adelante.

Sus palabras resonaron en mí. Quizás no se trataba de olvidar, sino de aprender a vivir con la pérdida. Con un suspiro tembloroso, miré a mi amiga, quien me sonrió con aliento.

—Tienes razón —dije finalmente, sintiendo que una parte de mí empezaba a aceptar la realidad—. Es hora de irme.

El policía me levantó con cuidado, sus brazos firmes pero gentiles, como si supiera que cada movimiento podía romperme en pedazos. A medida que me llevaba lejos de aquel lugar, la realidad se desdibujaba a mi alrededor. Las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia, y mi mente se llenaba de recuerdos, de momentos que no quería dejar atrás.

Con el paso del tiempo, me encontré en un orfanato, un lugar que se convirtió en mi hogar, aunque nunca lo sentí como tal. Los años pasaron, y ahora, a mis 17 años, me encontraba atrapada en un ciclo de soledad y desprecio. Los otros chicos me miraban con desdén, como si hubiera algo en mí que los repelía. Nunca supe exactamente por qué, pero sus burlas y miradas me seguían como sombras.

Recuerdo el día que llegué al orfanato, un recuerdo 6ue siempre regresaba a mí en las noches más oscuras. La puerta se abrió, y entré en un mundo que no reconocía. Las risas resonaban en los pasillos, pero no eran risas de bienvenida. Los niños me miraban con curiosidad y desdén. Al principio, intenté sonreír, pero pronto comprendí que no había lugar para mí allí.

El bullying comenzó casi de inmediato. Me tiraban la comida en la hora del almuerzo, riéndose mientras yo recogía los trozos caídos, sintiendo la humillación arder en mis mejillas. Los gritos del sótano, que resonaban en la noche, eran un eco constante de dolor y sufrimiento. No estaba sola al escucharlos; otros chicos también lo hacían, pero nadie hablaba de ello. Era como si hubiéramos hecho un pacto silencioso de ignorar el horror que se ocultaba detrás de esas paredes.

Las noches eran las peores. Me acurrucaba en mi cama, con la manta cubriéndome hasta la cabeza, tratando de ahogar los sonidos que llegaban desde abajo. A veces, podía escuchar susurros, lamentos que se mezclaban con los gritos, y me preguntaba quién estaba sufriendo allí, quién sería la próxima víctima de aquel lugar.

Ahora, al acercarse mi cumpleaños número 18. Finalmente, podía irme de allí. La idea de dejar atrás el orfanato me llenaba de una mezcla de emoción y miedo.
Mientras contaba los días que quedaban para mi libertad
Los recuerdos del orfanato se agolpaban en mi mente como sombras que se negaban a desvanecerse. No podía evitar pensar en aquel invierno de hace años, cuando un grupo de niños se burló de mí por ser diferente. Esa noche, me encerré en mi habitación, abrazando mi almohada, mientras las lágrimas caían silenciosamente. La risa burlona resonaba en mis oídos, un eco que parecía perpetuarse en el tiempo.
Había vivido momentos de profunda soledad, pero también de dolor físico. Recuerdo la vez que un cuidador, frustrado por mi torpeza, me empujó contra la pared. El golpe me dejó una marca no solo en la piel, sino también en el alma. Aprendí a temer la ira de aquellos que debían protegernos.
A pesar de todo, había instantes de luz. Momentos en que una educadora nos leía cuentos, transportándonos a mundos donde la magia existía. Durante esos breves momentos, olvidaba el dolor, las peleas y las decepciones. Imaginaba un futuro donde no había muros, solo libertad.

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