;oo: De cómo Nene se encontró con un fantasma

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Lágrimas se deslizaban por sus mejillas, dejando un rastro de magnolias a su paso

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Lágrimas se deslizaban por sus mejillas, dejando un rastro de magnolias a su paso. Eran pequeñas, blancas y sus suaves pétalos acariciaban su piel, como si intentasen consolarla; los rayos del sol les brindaban calor y el viento las mecía dulcemente.

Brotaban lágrimas de sus ojos incontrolablemente y, siempre, tras ellas, más magnolias crecían y se aglomeraban en su pequeño rostro. Nene trataba de quitarlas suavemente, arrancarlas de su cara sin dañarse tanto en el intento; pero sus esfuerzos eran inútiles, las lágrimas no cesaban y por cada flor que quitaba, cinco más aparecían.

Quería levantarse, irse corriendo a su casa y quedarse dormida en el regazo de su madre, mientras ella le quitaría tiernamente las flores. Quería, pero no podía. Su pie estaba dolorosamente atravesado por espinas, espinas que ella misma había producido con su propia sangre; la rosa estaba enredada entre los dedos de su pie y las espinas se incrustaban en su piel fuertemente.

Estaba aterrada, perdida, sola. Sola con sus estúpidas flores, con esas cosas que crecían de ella y le robaban energía y vida.

Sus quejidos y ayes de dolor se intensificaban, rompiendo el ensordecedor silencio del bosquecillo. Nene se removía entre la tierra, con sus pequeñas manos trataba de arrancar la rosa de su pie, pero era inútil.

El dolor se intensificaba, y a consecuencia, sus lágrimas caían como cascadas, siempre acompañadas de sus fieles amigas. El peso de su cuerpo se volvía insoportable; con cada flor que brotaba de ella, su energía vital se drenaba, pero ella continuaba con su lucha, tratando con desespero de deshacerse de ese hermoso monstruo que la estaba matando.

Sus párpados pesaban, sus brazos se debilitaban y las lágrimas simplemente no cesaban. Intentó levantarse, pero con cada movimiento, las espinas se enterraban más duramente en su piel; el dolor recorría su espina dorsal, haciéndola suspirar. Los bordes de su visión se nublaban y el mundo entero se transformaba en manchas amorfas de colores.

Se dejó caer al pasto, cual peso muerto, tratando de conservar la poca energía que le quedaba. El antes cálido viento, ahora envolvía en un manto de frialdad su cuerpo; el silbido de los pinos se convertía en un sonido irreconocible y las magnolias caían incontrolables a su lado.

Todo se volvió oscuro, mientras la última chispa de energía se desvanecía dentro de ella. Y finalmente, el silencio la envolvió.

La oscuridad la abrazaba fuertemente, dejándola flotar en un mar de vacío. No había frío, dolor o angustia, solo la tranquilidad que la invadía y se extendía infinitamente. Su cuerpo permanecía ajeno a la realidad, vagando sin rumbo en la calma que calentaba su pecho.

Poco a poco, su consciencia regresó, dejándola sentir el peso de su cuerpo y un calor que se extendía gradualmente desde su cabeza, hasta las puntas de los dedos de sus pies, y entonces, un dolor agudo envolvió su pie derecho, recordándole los hechos hasta el momento. La dureza de la tierra debajo de ella le incomodaba, y el perfume de las magnolias aún envolvía el aire, llenando sus fosas nasales.

Un susurro distante inundaba sus oídos, un suave toque mecía su cuerpo y una calidez ajena envolvía sus brazos. Nene se negaba a abrir los ojos, sus párpados aún pesaban y podía sentir la luz del día atravesando su piel.

Lentamente, abrió sus ojos color vino, con los últimos rayos de sol lastimándolos. Con su consciencia plenamente recuperada, las sensaciones de su cuerpo se intensificaron; el olor de las magnolias la hizo querer vomitar, la tierra debajo de ella lastimaba su espalda y el dolor de su pie se volvió más agudo, aunque las espinas ya no la aprisionaban.

Su cuerpo estaba entumecido y sus músculos rígidos, hizo amague de levantarse, pero sus brazos dolían.

—Oye, ¿estás bien? —Una voz desconocida, masculina, algo infantil, susurró detrás de ella.

Nene trató de moverse, con la intención de ver quién le hablaba, pero sus esfuerzos fueron en vano; su cuerpo seguía dolorido y sus fuerzas eran casi nulas.

—¡No te muevas! —gritó el otro—. Déjame... Déjame ayudarte.

Escuchó movimientos raros, movimientos que no podía saber exactamente qué eran, pero sonaba como si estuvieran turbando la tierra con un pie; luego, pasos, pequeños, sólo dos, hasta que, frente a ella, un niño de su edad apareció. Sus ojos del color del ámbar la veían fijamente y un flequillo mal cortado se movía en su frente; su cabello era casi tan negro como la noche, como el manto de oscuridad que la había envuelto momentos atrás.

—¿Quién...? —Su voz salía como un susurro, apenas perceptible para el oído humano.

—¿Que quién soy? —completó el otro. Una sonrisa enorme surcó su rostro—. Soy tu come flores.

 Soy tu come flores

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Hola.

Adiós.

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