II. La Cazadora

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Amira Yara nació como una mestiza entre un elfo y un humano, repudiada por su propia sangre, fue abandonada en el orfanato de una pequeña aldea humana, poco desarrollada y que algunos considerarían una tierra olvidada por los dioses.

Los mestizos eran poco comunes en este mundo, tan extraños que muchos aún hoy los consideran un mito. Era bien sabido en todos los continentes, en sociedades grandes y pequeñas; que las razas superiores tomaban el monopolio genético durante la gestación de sus descendientes. Por ello, incluso cuando dos razas diferentes tenían hijos entre ellos, los bebés productos de esta unión nacerían de una raza o la otra, nunca una mezcla. Aunque había sus excepciones, claro.

Algunas culturas consideraban a los mestizos seres malditos, errores que negaban el equilibrio del universo, criaturas despreciables abandonadas por los dioses. Otras culturas, en cambio, los consideraban milagros andantes, y los veneraban y respetaban como seres benditos que llegaron a este mundo con más talentos y oportunidades que el resto de los seres terrestres.

Amira tuvo la mala fortuna de crecer en un lugar ridículamente supersticioso y despectivo para con los híbridos.

Una madrugada como cualquier otra, la joven mestiza se escabulló por una ventana para escapar del orfanato, como era su costumbre. Prefería dormir a la intemperie que ser atormentada hasta el amanecer por los niños que tenían sangre pura.

Deambuló por las desoladas calles del pueblo sin un destino en particular. Solo quería estar lejos de todo y de todos, tener algo de tiempo para sí misma. Entonces una luz encendida captó su atención, era muy tarde para que algún aldeano estuviese despierto, especialmente el líder del pueblo, ya que solía dormir temprano debido a su avanzada edad.

Curiosa, ocultó su presencia como había aprendido a lo largo de los años cuando se escabullía a robar en el mercado del pueblo; se sentó debajo de la ventana por la que se filtraba la luz de las velas y agudizó su oído tanto como le fue posible, la sangre élfica ayudaba mucho cuando quería recolectar información. Sin embargo, las palabras que escuchó desde el interior de la casa, hicieron que toda la sangre de su cuerpo se agolpara en sus pies y la cólera comenzara a crecer desde sus entrañas.

—Debemos quemar a ese engendro lo antes posible —bufó alguien, quizá el dueño de la tienda de frutas al que siempre le robaba fresas.

Ella amaba las fresas, y nunca le daban dinero suficiente para comprar algunas, así que las tomaba a escondidas y las comía en secreto. Nunca la habían descubierto, y no planeaba que lo hicieran ahora.

—Es solo una niña, es demasiado inhumano —bufó una mujer, y esa vez sí reconoció la voz.

Federica era la administradora principal del orfanato, la única persona que realmente trataba medianamente bien en ese pueblo lleno de escorias con pieles humanas.

—Inhumana es esa criatura que has estado alimentando todos estos años —alcoholizado, arrastró las palabras uno de los ancianos principales.

—Se desarrolla más lento que los otros niños en el orfanato, pero mucho más rápido que los elfos de las aldeas vecinas —anunció temerosa una de las hermanas de la iglesia, esas estúpidas monjas nunca dejaron de insinuar que su existencia era de mal augurio—, ¿siquiera podemos llamarla una niña? Tiene casi veinte años, y luce como una adolescente de unos doce o trece años.

—¡Que sea una mestiza no la hace menos digna de vivir que todos nosotros! —volvió a hablar Federica, y por el traqueteo que se escuchó poco después, se había puesto de pie bruscamente.

—Esa criatura repugnante ni siquiera fue capaz de definirse correctamente en el vientre de su madre, ¿qué va a saber de dignidad? —el jefe del pueblo escupió esas palabras con todo el desdén que pudo imprimir desde su entrañas.

Alas Rotas [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora