III. Escape

70 10 40
                                    

Amira olía a sangre, siempre olía a sangre. Sin importar la cantidad de perfumes costosos que usara, el aroma metálico nunca desaparecía de su piel.

¿Y Arvid? Él siempre desprendía la fragancia perfecta para despertar el insaciable apetito de la cruel cazadora que se había convertido en su amante.

Pasaron dos décadas más en las que el joven mizhar mantuvo sus pies en tierra firme, sin poder surcar los cielos con sus magníficas alas. Dos décadas en las que su inocencia fue destrozada de tantas formas que nunca encontraría las palabras correctas para describirlo. Dos décadas en las que sus esperanzas fueron ahogadas en un mar de sus propias lágrimas, sin recibir algún tipo de consuelo. Y dos décadas, donde su puro corazón comenzó a inundarse de odio y resentimiento en contra de la mujer que amaba.

Arvid ya no lloraba.

No lloraba porque sus lágrimas no resolverían sus problemas. No lloraba porque veía como el rostro de su vínculo se llenaba de satisfacción cuando lo quebraba hasta que era incapaz de reprimir sus propias emociones.

Pasaron veinte años en los que las conductas de su amante se volvieron cada vez más grotescas, humillantes y destructivas. Unos pocos meses después de esa noche, comenzó a traer hombres con más frecuencia a la mansión, y en algunas oportunidades incluso lo obligó a mirar como adulteraba con ellos.

Comprendió rápidamente, que su vínculo encontraba placer al torturarlo. Y en algún momento, su corazón se resignó a aceptar el afecto retorcido que esta despreciable mujer solía entregarle.

Arvid ya no se sorprendía con las acciones desalmadas de Amira. Estaba tan acostumbrado al dolor físico y emocional, que no era capaz de recordar los días en los que vivía sin algún tipo de malestar en el cuerpo o en el alma.

Arvid aborrecía a su vínculo tanto como la amaba, y dicha declaración no era poca cosa; porque le era biológicamente imposible no amarla, resistirse a ella o agredirla de alguna forma.

Su cuerpo entero le exigía amarla, venerarla y desearla, y se odiaba a sí mismo por estar allí, mendigando el afecto de una mujer que sólo se deleitaba al hacerlo sangrar. Se odiaba por perdonar todas sus acciones, se odiaba por ser incapaz de alejarse de ella.

Y la odiaba a ella también. La odiaba por convertirlo en el objetivo constante de sus maltratos y agresiones, por entregarle su cuerpo a otros hombres, por restregarle en cara sus infidelidades. La odiaba por arrancar sus plumas constantemente, por despilfarrar el dinero que obtenía a costa de atar sus pies al suelo. La odiaba por su crueldad, por ser una completa hija de puta y una desagradecida... Pero sobre todo, sobre todas las cosas, la odiaba por no amarlo de vuelta.

Una noche como cualquier otra, un mizhar ya no tan puro e inocente, se levantó de la cama donde minutos antes le sirvió de juguete sexual a la cazadora que se había vuelto la protagonista de sus peores pesadillas y sus mayores anhelos.

Preso de su instinto protector, cubrió las prominentes curvas de su vínculo con una manta, porque su mente estúpida y dependiente, le impedía marcharse dejando su desnudez expuesta ante el inclemente frío nocturno.

Odiaba eso de sí mismo también. Odiaba querer protegerla cuando ella era el mayor peligro existente él. Y como prueba de ello, la despreciable mujer que el destino le obsequió, dormía plácidamente recostada sobre las sábanas blancas manchadas de sangre, su sangre.

Alas Rotas [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora