La infidelidad de la copa rota

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A veces, la tormenta de la infidelidad nubla el horizonte de la razón, como un viento huracanado que arranca de raíz cualquier intento de calma. Los dedos de la gente se levantan como cuchillos afilados, pero lo que no ven es que esos mismos dedos señalan también al corazón que los empuña, reflejando sus propios miedos y faltas.

La lealtad hacia Dios es un faro en medio de esa tempestad, una luz que no parpadea, que no se apaga, que protege el corazón como una armadura invisible. Es la brújula que siempre apunta hacia el norte de la verdad, hacia donde Él desea llevarnos, para resguardarnos del dolor y del caos. Dios no quiere para nosotros más que lo mejor, el oro más puro, la paz más profunda, siempre que andemos el sendero que agrada su corazón.

Porque, sí, el mal existe. Y se viste con los destellos del oro falso, brilla como el diamante bajo el sol, atrayendo, tentador, hacia un abismo que pocos ven venir. Es el espejismo en el desierto, hermoso en su engaño, pero mortal en su verdad. Grita fuerte un corazón desesperado por saciarse de lo que nunca debió probar, y en su eco se pierden las oportunidades de un amor verdadero, uno que podría florecer si no fuera por las sombras que lo cubren.

El vacío que deja la traición es como un agujero negro que consume todo lo que toca, devorando migajas de afecto y pedazos de lo que sobra. Pero no es ahí donde perteneces. Porque tú vales mucho más que lo que las sombras te dejan ver, más que lo que los susurros del mal te hacen creer. Eres un ser precioso, mereces el sol pleno, la alegría que llena el alma, y no las sobras de lo que alguna vez fue luz. Tú mereces ser feliz, de verdad, porque eres una joya en el corazón de Dios.

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