2. La Duat

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Por un segundo, todo se volvió oscuro para Nefertiti. La muerte la había alcanzado de manera repentina y violenta, pero en ese abismo de tinieblas, algo más empezó a emerger. Respiraba, pero no de la manera habitual. Esta vez, el aire no recorría sus pulmones, no llenaba su pecho. Esta vez, el aire era ella misma.

Abrió los ojos lentamente, y lo primero que vio fue un hermoso atardecer teñido de rosa y oro, con colores resplandecientes que se reflejaban en el río frente a ella. El Nilo, pensó, aunque algo en su interior le decía que no era el Nilo que conocía. Este río era más silencioso de lo normal, sus aguas casi inmóviles, y su curso parecía extenderse hacia lo desconocido.

Flotando sobre las aguas, una barca de oro brillaba como si capturara la luz del crepúsculo, y en ella, una figura imponente la observaba. Era Anubis, el dios con cabeza de chacal, guardián de los muertos y señor de las tumbas. Su rostro, mitad humano, mitad chacal, irradiaba una calma solemne, y sus ojos brillaban con un resplandor profundo y antiguo. Al principio, Nefertiti se sintió impresionada, incluso aterrorizada, al ver aquella figura divina que había conocido solo en las antiguas escrituras y representaciones. Pero luego, algo en su interior se asentó: esto era inevitable.

Después de unos momentos de asombro, Nefertiti comprendió lo que estaba sucediendo. Había comenzado su viaje hacia la eternidad. Sabía, por las historias y enseñanzas que había recibido en vida, que las siguientes doce horas serían cruciales. Doce horas para atravesar las regiones del Duat, el inframundo, donde su alma sería probada. Si fallaba, su esencia se desvanecería para siempre, y sería olvidada por la eternidad. No estaba lista, pensó, pero no había opción. La muerte había llegado sin aviso, y ahora su alma debía continuar.

Nefertiti se levantó lentamente y, sin dudarlo más, comenzó a caminar hacia la barca dorada que la esperaba sobre las aguas. El dios Anubis, en un silencio solemne, extendió su mano y la ayudó a subir a la embarcación. Una vez en ella, Nefertiti pudo ver más allá de las orillas del río. Las almas de los difuntos caminaban por las riberas, algunos con paso firme y determinado, otros con expresiones confusas, como si no entendieran dónde estaban. Algunos de ellos, de forma inquietante, se desvanecían en las aguas oscuras del Duat, sus espíritus hundiéndose como si fueran absorbidos por el río, perdiéndose en la eternidad.

Sabía que eso podía ser su destino si no era cuidadosa.

La barca se deslizó silenciosa sobre las aguas, y pronto comenzó el descenso hacia las primeras horas de su travesía. Nefertiti recordaba vagamente los textos sagrados que había leído en vida, sobre todo los Libros de los Muertos y los conjuros que contenían, que permitían a las almas protegerse en el inframundo. Como si fueran memorias profundamente grabadas en su ser, las palabras y los hechizos acudieron a su mente con una claridad asombrosa. Recordaba que las primeras horas de la travesía estarían marcadas por pruebas, y, efectivamente, poco después de haber iniciado el viaje, las primeras criaturas aparecieron.

Serpientes gigantescas surgieron del río, deslizándose por las aguas con movimientos hipnóticos. Sabía que cada una de ellas tenía un nombre y que cada una podía ser vencida solo con el conocimiento adecuado. Sin embargo, no sintió miedo. A pesar de que su situación era incierta, su mente estaba clara y serena.

Con cada nombre que pronunciaba, con cada conjuro que emergía de su memoria, las serpientes retrocedían, abriendo paso y sumergiéndose nuevamente en el río. El camino seguía despejándose ante ella, y Nefertiti avanzaba, sabiendo que aún le esperaban más desafíos en las horas que vendrían. El tiempo era esencial, y el viaje apenas había comenzado.

Mientras la barca continuaba su recorrido, el paisaje alrededor se transformaba. Los colores del atardecer se desvanecían lentamente, y una penumbra envolvente comenzaba a ocupar su lugar. Sabía que pronto enfrentaría las horas más oscuras, donde su alma sería juzgada, donde sus recuerdos y acciones en vida serían pesados en la balanza de Maat.

Nefertiti sabía que no podía desfallecer. La inmortalidad estaba al alcance de su mano, pero también el olvido eterno. Sin darse por vencida, la reina avanzó hacia lo desconocido, decidida a superar cada prueba que el Duat le pusiera por delante.

Al llegar la cuarta hora, la barca se deslizaba silenciosa sobre las aguas del Duat, pero de repente, una perturbación más fuerte que las anteriores comenzó a desequilibrarla. Una serpiente mucho más grande, con una oscuridad que parecía absorber la luz alrededor, comenzó a acechar desde las profundidades. Nefertiti supo en el acto quién era: Apophis, el enemigo primordial de Ra, la encarnación del caos que tantas veces había escuchado en los relatos sagrados. Pero nunca, en todos esos años, había imaginado el terror que le provocaría enfrentarse cara a cara con esta criatura.

Antes de que pudiera concentrarse completamente en la amenaza, algo llamó su atención. A lo lejos, entre la neblina del inframundo, vio lo que parecían ser Akhenatón, su esposo y sus tres hijas. Sus almas brillaban, casi etéreas, como si estuvieran esperando por ella. El amor y la nostalgia la invadieron de golpe, llenándola de una profunda añoranza. ¿Sería posible reunirse con ellos? Se quedó con la mirada perdida, flotando en el consuelo de aquella imagen. Pero, por más que la barca avanzaba, no parecía acercarse a ellos. El río seguía su curso, pero la distancia entre ellos permanecía inmutable.

De repente, la barca se sacudió violentamente. Apophis, desde las profundidades, había comenzado a acechar con más intensidad, moviendo la embarcación con ferocidad. En ese instante, Nefertiti entendió lo que estaba ocurriendo. Aquello no era real. Sus enseñanzas le habían advertido que, en el Duat, las alucinaciones podían ser trampas diseñadas para distraer y destruir las almas de los difuntos. Sabía que debía ignorar aquella visión de su familia, por más doloroso que fuera, y concentrarse en derrotar a la serpiente.

Con determinación, se enderezó sobre la barca, firme a pesar de los violentos movimientos que la criatura causaba. Recordó los hechizos que debía pronunciar para vencer al caos y, con voz firme, comenzó a recitar las palabras sagradas. Apophis rugió, su silueta colosal emergiendo de las profundidades con ojos que reflejaban pura destrucción. Pero Nefertiti no vaciló. Siguió recitando, soportando cada sacudida, manteniendo su equilibrio, hasta que finalmente, con un último conjuro, logró repeler a Apophis, enviándola lejos de su barca. El caos se hundió de nuevo en las profundidades del Duat, sintió un poco de calma, hasta que reconoció que la hora más temida se avecinaba, la sexta hora.

La Grieta en el MaatDonde viven las historias. Descúbrelo ahora