Capítulo 1: El Reino de los Hombres Lobo

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Elara ajustó su delantal de tela áspera y respiró hondo antes de levantar el balde lleno de agua. Sus manos, endurecidas por años de trabajo forzado, apenas sentían el peso. Las piedras frías del suelo bajo sus pies descalzos eran un recordatorio constante de su posición en la vida: una esclava, una simple humana atrapada en un sistema que la veía como algo menos que una criatura. No había habido día en su vida que no lo supiera, que no lo sintiera en cada fibra de su ser. Los hombres lobo, poderosos y temidos, dominaban este mundo, y ella, como el resto de los humanos, estaba relegada a la servidumbre.

El castillo donde servía era una fortaleza oscura, de muros altos que parecían tocar el cielo gris perpetuo. Construido con grandes bloques de piedra negra, era un reflejo perfecto de su opresivo gobierno. Dentro de sus muros, los lobos vivían como reyes, mientras los humanos languidecían en las sombras, sirviendo a sus amos, temiendo cada segundo de sus vidas. Elara había nacido en este castillo, y aunque muchas veces había soñado con escapar, sabía que afuera no la esperaba nada mejor. No había lugar en el mundo donde los humanos pudieran ser verdaderamente libres.

El rugido distante de una bestia resonó en las montañas circundantes, pero nadie en el castillo prestó atención. Las bestias eran parte de su vida diaria, tan comunes como el viento que soplaba a través de los corredores. En su lugar, los esclavos se mantenían concentrados en sus tareas, cada uno inmerso en una rutina que les aseguraba, al menos por un día más, la supervivencia.

Elara avanzó por el corredor, pasando junto a otros humanos que trabajaban en silencio. Sus miradas eran vacías, rotas por años de abuso y desesperanza. Todos sabían lo que les esperaba si no cumplían con sus deberes. Las marcas en sus cuerpos contaban historias de castigos brutales, cicatrices que jamás sanarían por completo. Elara, sin embargo, no había permitido que el dolor la quebrara. En su interior, había una llama que aún se negaba a apagarse. No era valentía lo que la sostenía, ni siquiera esperanza. Era simplemente la necesidad de resistir, de no ser una más que se rendía a la tiranía.

A medida que se acercaba a la sala principal del castillo, los ecos de las conversaciones de los lobos resonaban en el aire. Sabía que debía ser cuidadosa. Las órdenes de los lobos eran absolutas, y cualquier error, cualquier signo de desafío, podía significar la muerte. Pero también sabía que su mayor enemigo no era solo la brutalidad de los lobos, sino la constante vigilancia de los otros humanos, que harían cualquier cosa para ganar el favor de sus amos.

—Elara, ¿has terminado con el agua? —la voz aguda de una anciana esclava interrumpió sus pensamientos. Sin esperar respuesta, la mujer tomó el balde y lo vertió sobre el suelo de piedra, esparciendo el líquido con movimientos precisos.

—Sí —murmuró Elara, observando a la anciana mientras terminaba de limpiar el pasillo. Había visto tantas vidas apagarse a su alrededor, personas que habían llegado al castillo con esperanzas que se desmoronaron rápidamente. La anciana había sido una de ellas, pero ahora solo quedaba un cascarón vacío de la mujer que alguna vez fue.

Elara desvió la mirada cuando el sonido de pasos pesados llenó el pasillo. El aire cambió, y los murmullos cesaron de inmediato. Todos sabían lo que eso significaba. Los lobos se acercaban.

Los guardias de la corte, altos y robustos, vestidos con pieles negras y armaduras plateadas, avanzaron por el corredor con un aura de poder y autoridad. Cada paso hacía eco en las paredes de piedra, una advertencia silenciosa de su presencia. Elara mantuvo la cabeza baja mientras pasaban, rezando en silencio para que no la notaran. Para los humanos, el contacto con los lobos era siempre peligroso. Nunca se sabía lo que un lobo podía hacer si sentía que un esclavo no le mostraba suficiente respeto, o si simplemente estaba de mal humor.

Sin embargo, esta vez, algo fue diferente. Mientras los lobos cruzaban el corredor, Elara sintió una mirada fija sobre ella. Levantó ligeramente la cabeza y, para su sorpresa, uno de los lobos, un guerrero de aspecto imponente, la observaba. Su mirada era intensa, y durante un breve momento, Elara sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Se apresuró a bajar la vista, temiendo que su mirada hubiera durado demasiado tiempo. El corazón le latía con fuerza en el pecho, y pudo sentir el sudor frío recorrer su frente. ¿Qué había hecho para atraer su atención? Era una simple esclava, invisible para ellos. ¿Por qué la miraba?

Elara continuó con su tarea, tratando de concentrarse en sus deberes. Pero la inquietud permanecía. No sabía quién era ese lobo, pero había algo en su mirada que la perturbaba profundamente. Mientras intentaba sacudirse el nerviosismo, los guardias se dirigieron a la sala principal, donde el rey Kieran, el monarca indiscutido de los hombres lobo, solía recibir a sus consejeros y nobles.

Había escuchado innumerables historias sobre el Rey alpha. Un líder feroz, astuto y despiadado. Algunos decían había vivido muchos siglos, y que su poder sobre los hombres lobo era tan antiguo como la luna misma. Otros susurraban sobre su crueldad, afirmando que no tenía compasión por ninguna criatura, ni lobo ni humano. Para Elara, el rey era una figura lejana, un mito más que una realidad. Nunca lo había visto de cerca, y esperaba que siguiera siendo así.

Sin embargo, esa tarde, el destino tenía otros planes.

Mientras limpiaba cerca de la entrada de la sala principal, las puertas se abrieron de golpe, y un grupo de lobos, liderado por el Rey Kieran, salió al pasillo. Elara apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que el grupo pasara junto a ella. Instintivamente, bajó la cabeza y mantuvo la vista fija en el suelo, pero pudo sentir la presencia imponente del rey mientras pasaba.

El tiempo pareció detenerse cuando notó que los pasos de Kieran se ralentizaban. La energía en el aire cambió, y aunque Elara no se atrevía a mirar, supo que él la estaba observando. Su corazón comenzó a latir con fuerza, y por un breve momento, sintió como si el aire en sus pulmones se esfumara.

—¿Tú? —La voz profunda y autoritaria de Kieran resonó en el pasillo.

Elara no podía saber si se refería a ella o a alguien más. Manteniéndose inmóvil, esperó, su cuerpo rígido de tensión. Podía sentir las miradas de los otros esclavos sobre ella, pero nadie se movió. Los lobos, aunque poderosos, también temían al rey, y nadie se atrevía a interrumpirlo.

—Levanta la vista —ordenó Kieran.

Elara tragó saliva, su boca de repente seca, y lentamente levantó la cabeza. Cuando sus ojos se encontraron con los del rey, fue como si el mundo desapareciera a su alrededor. Kieran la miraba con una intensidad que la dejó sin aliento. Sus ojos dorados eran profundos, insondables, y en ellos, Elara vio algo que no había esperado: curiosidad.

No tenía sentido. ¿Por qué un ser tan poderoso como Kieran se interesaría en una esclava como ella? Sus pensamientos se arremolinaban, pero no podía apartar la vista de él. Era como si estuviera atrapada en su mirada, incapaz de moverse o hablar.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Kieran, su tono bajo pero firme.

—Elara, mi señor —respondió ella, con la voz apenas audible.

Kieran no dijo nada más. Simplemente la miró un segundo más antes de girarse y continuar su camino, dejando a Elara con el corazón acelerado y una sensación de incertidumbre que no podía sacudirse. Mientras se alejaba, los murmullos comenzaron a llenar el pasillo, pero Elara no podía concentrarse en nada más que en lo que acababa de suceder.

Por alguna razón inexplicable, Kieran se había fijado en ella. Y Elara sabía, en lo más profundo de su ser, que esto no podía significar nada bueno.

La esclava humana del Rey AlphaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora