¿Cómo haces para tener tanto mundo adentro? – le preguntó ella al leer lo que él le había escrito. Él creó una pausa y pensó que todo lo que llevaba adentro era eso que imaginaba, eso que le latía. Y aunque fuera imaginado, lo que sentía era tan real como los minutos que respiraba con ella.
Con una sonrisa salpicada de melancolía, él la miró y simplemente le dijo – ¿Mundo? Eso que llevo adentro es lo que veo en tus ojos amor.
Aunque ella sentía cuanto él la quería, el tamaño de su amor la asustaba tanto como quererlo. Él esperaba una respuesta, algo definitivo que ahogara todo lo que ella le dolía adentro.
De una forma tierna y pausada, ella le tomó la mano y dejó que las yemas de sus dedos sintieran su calor en silencio. Sus ojos la buscaban pero ella sólo le miraba la mano, como dándole una respuesta dibujada entre caricias.
– Ya es tarde y debo irme. Le contestó ella todavía sin mirarlo, en una voz quebrada que se mezclaba entre el murmullo y el humo de los autos. Al soltarle la mano titubeó por un segundo, pero se dio vuelta y empezó a caminar, mientras en sus ojos se ahogaba el cielo y la ciudad sin él.
Nunca sería tarde cuando tenía tanto mundo por quererla, pensó él. Y aunque ese mundo se alejaba en cada paso, él se aferraba a la certeza que ella existiría en su luz algún día. Aunque sea de espaldas, aunque sea de lejos, aunque sea en el calor de su mano que ya se extinguía en el viento.
Y al nublarse ella en sus ojos, se dio vuelta, respiró hondo y entre latidos empezó a caminar, porque aunque estuvieran yendo por distintos caminos, él sabía que terminarían en el mismo lugar. Y con saberlo, el tiempo ya no importaba.