Paloma, la Gata

4 0 0
                                    


Todo comenzó con los sonidos de mis chiflidos mientras caminaba hacia la casa prestada del abuelo, un lugar que alguna vez fue nuestro hogar. Decir "casa" es exagerar un poco. Más bien, es un viejo taller automotriz, un terreno inmenso de 6000 metros cuadrados, lleno de estructuras metálicas oxidadas y techos de láminas corroídas. Entre autos olvidados de otras épocas y herramientas esparcidas sin orden, el polvo y el agua de lluvia se acumulaban en charcos que nunca terminaban de secarse. A pesar del espacio, el lugar se sentía vacío, estéril, como si su tiempo ya hubiera pasado. Yo iba cada día solo por una razón: alimentar a Balder, mi perro.

Seré honesto, me da una pereza tremenda caminar esos cinco minutos desde mi morada actual, pero no tengo otra opción. No hay espacio en mi nueva casa para Balder. Así que lo aceptó a regañadientes. En el trayecto, suelo atraer a varios perros callejeros. A veces son cuatro o cinco, que me siguen con la esperanza de un bocado. Y aunque me parte el alma no tener suficiente para todos, la gente me ha regañado más de una vez por darles de comer. Así que intenté ignorarlos, silbando para distraerme.

Hoy no fue la excepción. Caminé rápido, mirando de reojo a los perros que me seguían. Me sentí culpable, así que hice lo de siempre: fui a la tiendita y compré un poco de comida extra para ellos. Les dejé algo en el camino y me alejé rápido, antes de que se arremolinaran más perros.

Al llegar al taller, vi a Balder dormido en su rincón habitual, donde el sol apenas alcanzaba a tocarlo. Como siempre, había aventado su plato de comida a alguna parte del terreno. Me dispuse a buscarlo entre el caos de herramientas oxidadas y montones de chatarra que parecían haber estado ahí desde siempre. El lugar era un desastre: sucio, con la tierra seca mezclada con charcos de agua, vehículos olvidados de tiempos mejores y una atmósfera que se sentía pesada, como si el aire cargara con los recuerdos de lo que alguna vez fue un taller lleno de vida.

Después de un buen rato buscando, encontré el plato de Balder bajo una camioneta vieja, cubierta de polvo y moho. Le serví la comida y, como siempre, devoró todo de manera voraz. Mientras lo veía comer, un ruido llamó mi atención. Algo se movía entre los viejos gabinetes del taller. ¿Una rata? pensé. Esperé, curioso y alerta. Desperté a Balder, aunque parecía más interesado en dormir que en cazar.

Pero lo que salió no fue una rata. Era un gato. O mejor dicho, un esqueleto con piel, un felino extremadamente delgado, apenas una sombra de lo que alguna vez debió haber sido. Caminaba con lentitud, ignorándome por completo, como si lo único que importara en el mundo fuera llegar al plato. Sus ojos, apagados y cansados, lo decían todo. Cuando llegó, comenzó a beber el caldo que Balder había dejado, con una desesperación que me rompió el corazón. Estaba tan débil, que no me atreví a interrumpirlo. Lo dejé comer.

—Pobre cabrón... —murmuré para mí mismo, sintiendo un nudo en el estómago.

Cuando terminó, el gato intentó alejarse, tambaleándose sobre sus patas, pero no podía dejarlo ir. En ese estado, no sobreviviría otro día en la calle. Me apresuré a atraparlo. Apenas opuso resistencia; estaba tan resignado a lo desconocido, tan deshecho, que ni siquiera tuvo fuerzas para huir.

Lo sostuve un momento en mis brazos, sintiendo su temblor. ¿Qué hago con él? No podía quedármelo. Apenas lograba salir adelante con los gastos de este mes. Entre la renta y lo que comía Balder, apenas me quedaba algo para mí. Sumar otra boca, por pequeña que fuera, no parecía posible. Pero si lo dejaba... si le daba la espalda ahora, sabía que me arrepentiría toda la vida. No podía mirar a este animal famélico y decidir que su vida no valía la pena. No después de verlo así, buscando una última oportunidad.

Si lo dejo aquí, me va a perseguir siempre. No podré vivir sabiendo que pude salvarlo y no lo hice.

—Pobre gato, te jodiste. Ahora eres mío —dije, medio en broma, mientras lo sostenía—. ¡No, no me muerdas, hijo de la verga! —solté un pequeño grito cuando intentó morderme, pero su mordida fue tan floja que apenas lo sentí.

—Ni morder puedes, canijo. —Me reí nerviosamente, aliviado de que no fuera tan fiero como había temido.

Lo levanté con más cuidado esta vez, aunque el gato seguía temblando, sin entender del todo qué estaba pasando. Se quedó en mis brazos, tembloroso, pero sin luchar. Estaba rendido, igual que yo lo había estado muchas veces antes.

—Vete acostumbrando, porque te voy a cuidar. —El gato seguía temblando—. Tranquilo, ya vamos a arreglar todo, no te alteres.

Me sentí identificado con él. Yo también había pasado por momentos donde no había espacio para luchar, donde solo podías seguir adelante porque no te quedaba otra opción. Por eso sabía que lo que hacía era lo correcto, aunque el gato no lo entendiera todavía.

Había un problema: tenía que salir del taller con el gato en una mano y el bote de comida en la otra. Sin olvidar a los perros callejeros que aún rondaban por ahí. Abrí la puerta con cuidado y me escabullí fuera. Los perros me rodearon de inmediato, curiosos. Instintivamente, pegué al gato contra mi pecho, sin pensarlo demasiado.

—Tranquilo, Paloma. Ya estamos casi en casa. —Lo llamé así, Paloma, sin pensarlo mucho. Era un gato blanco, aunque sucio, y su forma de moverse, asustadiza y débil, me recordó a una paloma herida. Curiosa, frágil, pero con un espíritu que se negaba a rendirse, igual que yo.

Con mucho esfuerzo, caminé los cinco minutos de regreso a casa. Llegué agotado, pero aliviado. Mi casa no es grande, pero es acogedora. Todo en su lugar, el espacio justo para sentirme cómodo sin ser sofocante. Puse al gato en el baño, donde dejé un tazón de agua y una rebanada de jamón. Mientras lo veía acurrucarse en la esquina, resignado a su destino, sentí una conexión con él.

—Vas a estar bien, Paloma —murmuré, más para mí que para ella—. Vamos a estar bien.

Me quedé un rato observándola, viendo cómo, poco a poco, empezaba a comer el jamón. No estaba del todo segura de mí, pero tampoco tenía otra opción. Igual que yo en este momento.

MICROHISTORIASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora