El sol aún no habia salido completamente, pero Juanjo ya estaba despierto. Había algo especial en esos momentos tranquilos antes de que Arán abriera los ojos, esos minutos en los que el silencio envolvía el pequeño apartamento, y todo parecía en calma. Sin embargo, esa mañana fue el despertador el que lo sacó de la cama, ni siquiera el dulce balbuceo de su hijo llamándolo desde su cuna. Algo en el ambiente se sentía diferente, aunque no podía poner el dedo sobre qué era.
Se levantó con cuidado, sus pies descalzos haciendo poco ruido mientras caminaba hacia la habitación de Arán. Lo encontró en su camita, acurrucado bajo su manta favorita, con dibujos de pequeños ositos y estrellas. El cabello rubio de Arán estaba revuelto, y su carita angelical descansaba sobre la almohada. Juanjo se inclinó para darle un beso en la frente, un gesto que repetía cada mañana, y se sorprendió al notar que su piel estaba un poco más cálida de lo normal.
—Buenos días, mi pequeño—susurró en un tono cariñoso, esperando la habitual sonrisa de su hijo.
Pero Arán apenas abrió los ojos, un murmullo escapando de sus labios, como si estuviera demasiado cansado para responderle con su energía habitual. Juanjo frunció el ceño, preocupado, pero no quiso alarmarse de inmediato.
—Vamos a desayunar algo rico, ¿vale? —dijo con suavidad, recogiendo a Arán en sus brazos con el cuidado de siempre. El pequeño se dejó llevar, apoyando la cabeza en el hombro de su papá, algo que Juanjo no pasó por alto.
El apartamento era pequeño pero estaba lleno de vida, con dibujos de Arán pegados en las paredes y juguetes desperdigados aquí y allá. Mientras Juanjo preparaba el desayuno, echaba miradas furtivas a su hijo, que estaba más callado de lo normal, sentado en su silla alta con la cabeza un poco agachada. Le sirvió una taza de cereales con colacao, algo que siempre lo animaba, pero esta vez Arán apenas tocó la comida.
—¿No tienes hambre, cariño? —preguntó Juanjo, preocupado. El pequeño negó con la cabeza, su carita seria, y eso le rompió un poquito el corazón.
Aun así, trataron de continuar con la mañana como siempre. Juanjo se aseguró de que su hijo estuviera bien abrigado, poniéndole su chaquetita favorita y su bufanda a juego, mientras el niño lo miraba con esos grandes ojos marrones, algo apagados hoy.
Era un niño precioso, muy parecido a su padre, con su cabello rubio alborotado y ese aire curioso, siempre explorando, siempre preguntando cosas. Pero esa mañana, no había ni preguntas ni emoción, y Juanjo empezaba a sentir ese nudo en el estómago que solo los padres entienden.
—Vamos al cole, mi amor. Seguro que te diviertes con tus amiguitos —le dijo con una sonrisa esperanzada, tomando su pequeña manita y dirigiéndose hacia la puerta.
El camino al colegio siempre era especial. Arán señalaba todo lo que le llamaba la atención: los árboles, los pájaros, los perros que pasaban con sus dueños. Hoy, sin embargo, solo caminaba a su lado, agarrando su mano con más fuerza de lo normal. Juanjo lo miraba de reojo, intentando convencerse de que todo estaba bien.
Al llegar a la puerta del aula, se inclinó para darle su beso habitual en la frente.
—Juega mucho con tus amiguitos, ¿vale? —le dijo suavemente, acariciando sus mejillas. El pequeño asintió, aunque la chispa en sus ojos parecía haberse desvanecido un poco.
Juanjo lo dejó en el colegio con cierta inquietud, pero decidió seguir con su día. Tenía trabajo acumulado en la oficina y no podía permitirse perder más tiempo. Sin embargo, el recuerdo de la carita seria de Arán lo acompañó durante toda la mañana. Intentó concentrarse en sus tareas, pero su mente volvía una y otra vez a su hijo.
A media mañana, el sonido de su teléfono interrumpió el silencio de la oficina. Vio el nombre del colegio en la pantalla, y su corazón dio un vuelco.
—¿Hola? —contestó con prisa.
—Hola, Señor Bona, soy Raquel, la profe de Arán —dijo la voz al otro lado, con un tono amable pero preocupado—. Arán no se siente muy bien. Tiene un poco de fiebre y no ha querido jugar ni comer. Creo que lo mejor sería que vinieras a recogerlo.
Juanjo sintió una punzada en el pecho. Rápidamente pidió permiso para salir, recogió sus cosas y salió de la oficina casi corriendo. Todo lo demás dejó de importar; su único pensamiento era llegar lo más rápido posible al colegio para estar con su hijo.
Cuando llegó, vio a su pequeño sentado en una esquina, con una manta alrededor de sus hombros. Tenía las mejillas sonrojadas por la fiebre, y sus ojitos lo buscaron en cuanto entró.
—Pa... —murmuró el niño con voz débil, estirando los brazos hacia él.
—Aquí estoy, mi amor —respondió Juanjo con ternura, arrodillándose para recogerlo en sus brazos—. Vamos a casa, ¿sí?
Arán apoyó su cabecita en el hombro de Juanjo, y el trayecto de vuelta fue silencioso. Su pequeño no tenía fuerzas ni para las habituales preguntas sobre el camino, ni para los juegos que solían hacer mientras caminaban. Juanjo apretó a su hijo un poco más fuerte contra su pecho, tratando de darle todo el consuelo posible.
Al llegar a casa, lo llevó directamente a su cama, quitándole los zapatos y arropándolo con su mantita.
—Voy a hacerte una sopita rica, y luego duermes un rato, ¿de acuerdo? —le dijo, inclinándose para besarle la frente, donde la fiebre parecía haber subido un poco más.
Juanjo se apresuró a la cocina, su mente ocupada en encontrar la manera de hacer que Arán se sintiera mejor. No era la primera vez que su hijo enfermaba, pero cada vez que sucedía, el miedo lo consumía de la misma manera. Mientras cortaba las verduras para la sopa, trataba de pensar en positivo. Tal vez era solo un resfriado, algo pasajero. Aun así, su instinto le decía que debía estar alerta.
La sopa estuvo lista en poco tiempo, y Juanjo la llevó con cuidado a la habitación de Arán. El pequeño estaba acurrucado bajo las mantas, con los ojitos cerrados, pero se despertó cuando sintió a su papá cerca.
—Vamos, solo un poquito, te va a ir bien amor—le dijo con dulzura, sentándose a su lado y ofreciéndole una cucharada.
Arán abrió la boca lentamente, y aunque apenas probó la sopa, Juanjo le sonrió con cariño, animándolo a seguir. Después de unas pocas cucharadas, el niño dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada, agotado. Juanjo no insistió. Lo arropó bien, le acarició el cabello con ternura y le dio otro beso en la frente.
El resto del día pasó en una especie de neblina. Juanjo se mantuvo cerca, revisando la fiebre de Arán cada poco tiempo, dándole besitos suaves y asegurándose de que estuviera lo más cómodo posible. Sin embargo, conforme la noche se acercaba, algo en la respiración de Arán lo inquietaba más. La fiebre no bajaba, y el pequeño se movía incómodo en la cama, con pequeños gemidos que desgarraban el corazón de Juanjo.
Finalmente, decidió que era mejor llevarlo al médico. No quería esperar más, el miedo a que fuera algo más serio lo estaba carcomiendo.
—Vamos al médico, cariño —le susurró mientras lo envolvía en una manta cálida y lo tomaba en brazos. Arán no protestó, simplemente se acurrucó contra el pecho de su papá, con su cuerpo febril y cansado.
Con el corazón apretado, Juanjo salió de casa con su pequeño en brazos, decidido a hacer todo lo posible para que su hijo estuviera bien.
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everything had changed
Historia CortaJuanjo es padre soltero, su vida esta dedicada por completo a su hijo Arán, de dos años. Su vida cambia de golpe cuando el pequeño se pone enfermo y tiene que llevarlo al hospital. Allí, en medio de la preocupación, conoce a Martin, un joven pediatr...