Hoy el sol salió brillando sobre Pátzcuaro, llenando las calles empedradas con un cálido color dorado. Faltan solo ocho días para el Día de Muertos, y la emoción me recorría como un hormigueo. Al despertar, el olor a café y pan recién horneado me atrajo hacia la cocina, donde papá estaba sirviendo su desayuno.
—¡Buenos días, campeón! —me saludó con una sonrisa, mientras yo trataba de alcanzar un trozo de pan de dulce.
—¿Qué hay para desayunar? —pregunté, mientras el aroma del café llenaba el aire.
—Tortillas calientes con frijoles, como te gustan —respondió, acomodando la mesa con esmero.
Nos sentamos juntos y disfrutamos de un desayuno delicioso. Mientras comíamos, papá me explicó sobre su trabajo como agente independiente de seguros.
—Es importante proteger lo que amamos, Oz —dijo, tomando un sorbo de café—. La seguridad es como un paraguas que nos cuida de las tormentas.
Después del desayuno, recogimos la mesa. La casa olía a café y a la frescura de las flores que había traído del mercado. Papá había decidido montar su oficina en casa, así que preparé un lugar para que su cliente pudiera sentarse.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara un cliente, era un hombre con un sombrero de paja y una sonrisa amable. Se presentó como Don Felipe. Su voz era grave, pero cálida, como el abrazo de la abuela.
—Hola, joven —me dijo, dándome una palmada en la espalda—. Espero no interrumpir tu día.
—No, está bien —respondí, un poco tímido.
Mientras papá y Don Felipe hablaban sobre pólizas y seguros, decidí salir al patio. Desde allí, podía ver el lago Pátzcuaro brillando bajo el sol. El aire fresco traía consigo el aroma de las flores de cempasúchil que comenzaban a aparecer en los mercados, y me imaginé cómo se verían los altares llenos de esas flores dentro de unos días.
Después de un rato, Don Felipe propuso que se reunieran en un café que quedaba cerca, así que me uní a ellos. Caminamos por las calles empedradas, rodeados de casas coloridas y murales que contaban historias de nuestros antepasados. La plaza central estaba llena de vida, con familias disfrutando del día, vendedores ofreciendo dulces y artesanías, y niños jugando con trompos y balones.
—Mira, papá, ahí hay un puesto de palomitas —le dije, apuntando hacia un hombre que llenaba bolsas de papel con el aire crujiente de las palomitas recién hechas.
—¿Te gustaría comprar unas? —me preguntó él, sonriendo.
Asentí con la cabeza y corrí hacia el puesto. El dulce olor a maíz caliente me envolvió. Compré una bolsa y regresé con una sonrisa, disfrutando de los crujidos mientras ellos discutían en la mesa del café.
Don Felipe hablaba sobre su negocio de panadería, y su entusiasmo era contagioso. Me gustaba escuchar las historias sobre el trabajo duro que se necesitaba para tener un negocio propio. A veces, me miraba y decía:
—Tú también podrías tener tu propio negocio un día, joven. ¿Te imaginas vendiendo tus dibujos?
Eso me hizo pensar. Siempre había soñado con ser dibujante.
—Tal vez —respondí, con la boca llena de palomitas.
Después de un tiempo, las pláticas se volvieron más serias, hablando sobre cosas difíciles como los tiempos de crisis y cómo asegurarse de que las familias estuvieran protegidas. Yo los escuchaba en silencio, pensando en cómo el Día de Muertos se acercaba y lo importante que era recordar a los que ya no están.
Cuando regresamos a casa, la luz del sol comenzaba a ponerse, pintando el cielo de anaranjado y púrpura. Miré a papá y Don Felipe riendo juntos, y sentí que, aunque a veces era difícil entender a los adultos, esas pequeñas conversaciones de negocios estaban llenas de esperanza y amistad. Al llegar a casa, me sentí un poco más parte de este nuevo lugar, con amigos en el horizonte y una familia que siempre estaría a mi lado.
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La novia de mi papá
RandomEn el encantador pueblo de Pátzcuaro, donde el cielo se funde con el lago y las tradiciones flotan en el aire, Oz, un niño de diez años, se enfrenta a la tumultuosa separación de sus padres. Tras una acalorada discusión que resuena en los muros de s...