23 de octubre
Hoy fue mi primer día completo en Pátzcuaro con mi papá. Llegamos ayer, y todavía no sé cómo sentirme. Mamá no está con nosotros, y eso me hace sentir raro... como si faltara algo importante. Papá dice que este lugar es especial, pero yo solo veo muchas montañas, un lago gigante y calles empedradas donde mis zapatos hacen ruido al caminar.
Esta mañana, salimos a caminar temprano. El aire aquí huele diferente. Como a tierra mojada, flores y algo dulce que no sé describir bien. Mi papá me contó que es porque el Día de Muertos está cerca, y que todo huele así por las flores de cempasúchil. Están en todos lados, y son de un naranja tan brillante que parece que los rayos del sol salen de ellas. Me contó que el Día de Muertos aquí es diferente al que yo conozco. Es más grande, más colorido, y me prometió que lo veríamos juntos.
Cuando salimos de la casa, papá señaló hacia el lago y dijo:
—Mira, Oz, ¿ves esas lanchas? Ellas llevan a la isla de Janitzio. El Día de Muertos ahí es especial. Todo el pueblo se llena de velas, y la gente va a visitar a sus seres queridos al cementerio.
Miré las lanchas desde lejos, y parecían pequeñas, como juguetes flotando sobre el agua. Me imaginé a la gente llevando flores y velas en la oscuridad, cruzando el lago, y me dio un escalofrío. No de miedo, sino algo más... algo que no puedo explicar bien.
Después fuimos al mercado. Me encanta el mercado, porque huele a muchas cosas al mismo tiempo: a carne frita, a tortillas recién hechas y a frutas frescas. Todo me hace sentir hambre. Papá me compró unas carnitas y una quesadilla enorme. El queso estaba derretido y las tortillas estaban calientes y crujientes. Cada bocado sabía a felicidad, y por un momento, me olvidé de todo lo malo.
Mientras comíamos, vi un perrito callejero. Estaba flaco, con el pelaje enredado, y me dio lástima. Le di un pedazo de mi quesadilla, y el perrito movió la cola de alegría. Papá me miró y se rió un poco, aunque sus ojos se veían tristes.
—No deberías darle de comer —dijo—, porque luego no se querrá ir.
Pero yo no pude evitarlo. A veces siento que si hago algo bueno, tal vez el mundo se vuelva un poquito mejor.
Después de comer, seguimos caminando. Pátzcuaro es muy bonito, con casas de paredes blancas y techos rojos, y muchas plazas donde los niños corren y juegan. Pasamos por un puesto de artesanías, y vi un alebrije que parecía un jaguar. Tenía colores brillantes, con manchas negras que lo hacían parecer vivo. Le pedí a papá que lo compráramos, pero él suspiró y dijo que no era un buen momento.
Eso me dolió un poco. No porque realmente quisiera el alebrije, sino porque sentí que papá está lejos, aunque esté caminando justo a mi lado. Extraño cuando antes hacía cosas pequeñas, como comprarme algo sin pensarlo dos veces, solo para hacerme sonreír. Ahora parece que todo le cuesta trabajo, como si llevara una carga pesada todo el tiempo.
Al final del día, nos sentamos en una banca frente al lago, y vi cómo el sol se escondía detrás de las montañas. El cielo se pintó de naranja y rosa, y el agua del lago se veía como un espejo gigante. Mientras lo veía, pensé en mamá y en cómo me gustaría que estuviera aquí. Quisiera que todo volviera a ser como antes, pero no sé si eso es posible.
Papá sacó un cuaderno de su mochila y me preguntó si quería escuchar una historia. Asentí, porque siempre me han gustado las historias que cuenta.
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La novia de mi papá
RandomEn el encantador pueblo de Pátzcuaro, donde el cielo se funde con el lago y las tradiciones flotan en el aire, Oz, un niño de diez años, se enfrenta a la tumultuosa separación de sus padres. Tras una acalorada discusión que resuena en los muros de s...