¿Qué constituye la vida? Como filósofo, esta interrogante me provoca un enigma de dimensiones colosales, una inquietud que se puede desentrañar desde su raíz más elemental y pura. ¿Qué elementos definen a lo vivo, cuáles son esos rasgos distintivos y singulares que demarcan la frontera entre lo inerte y lo vital?
Se ha establecido desde tiempos inmemoriales, por filósofos de la antigüedad, una distinción fundamental, una premisa que no pretendemos subvertir con nuevas aseveraciones. Todo ente posee vida si alberga en sí mismo el principio intrínseco de movimiento. Si en su esencia más profunda y en su naturaleza más íntima se halla el germen de su propio dinamismo, entonces, sin lugar a dudas, posee vida.
Las descripciones y explicaciones que la ciencia proporciona sobre el fenómeno de la vida son absolutamente válidas y enriquecedoras. Sin embargo, en nuestra labor filosófica, nos vemos impelidos a escarbar más profundamente, a buscar en la esencia y en lo primordial. Y en ese periplo hacia lo fundamental, nos encontramos con que el principio esencial de movimiento en todo ser vivo es su alma.
Por tanto, la vida no puede existir en ausencia de alma. Toda materia, para ser considerada viva, debe estar imbuida de este principio esencial de movimiento, de esta chispa vital que llamamos alma. La vida, en su máxima expresión y complejidad, es un baile íntimo y perpetuo entre materia y alma.
No obstante, nosotros experimentamos la vida de manera directa a través de nuestros cuerpos, de nuestra realidad tangible y palpable, y a través de la esencia misma de nuestra existencia. Pensadores de la talla de Aristóteles y Tomás de Aquino ya han establecido que somos una amalgama singular de alma y cuerpo, y que esta unión no es fruto de un azaroso encuentro, sino una conjunción de naturaleza sustancial. Como resultado, ambos elementos constituyen una unidad indivisible y, de tal manera, ostentan una importancia equiparable.
Bajo mi criterio, somos incontrovertiblemente un compuesto de alma y cuerpo, una simbiosis única en la que el alma actúa como la forma sustancial de la materia, infundiendo en ella la chispa vital que permite al ser humano existir. En este sentido, la materia y la forma - es decir, el cuerpo y el alma - están unidos de manera sustancial para proporcionar al cuerpo su condición de ente viviente.
No obstante, el alma trasciende su función vital y se erige como entidad espiritual debido a su capacidad para conocer y anhelar realidades inmateriales, y por su habilidad para reflexionar sobre su propia esencia. Y como entidad espiritual, el alma se caracteriza por su simplicidad, lo que a su vez la convierte en subsistente, o, dicho de otra manera, inmortal.
Esta dualidad intrínseca del ser humano, la posesión simultánea de alma y cuerpo, nos lleva a afirmar que el individuo trasciende su mera existencia física para convertirse en una entidad personal, en una persona en el sentido más profundo y filosófico de la palabra. No se le puede categorizar de forma genérica o impersonal, como una mera entidad jurídica. Por el contrario, cada ser humano manifiesta una individualidad marcada y singular, de una importancia absolutamente vital.
Esta individualidad, y la consciencia que de ella se deriva, confiere al hombre una dignidad ontológica, un valor inherente en su mero ser, que no puede ser negado ni menospreciado. Esta dignidad ontológica no es una cualidad otorgada o impuesta, sino una realidad que emana de la propia esencia del ser humano.
Por ende, esta dignidad debe ser protegida y preservada a través de los derechos humanos. No se trata de una mera recomendación ética o moral, sino de una exigencia ontológica, un imperativo que surge de la esencia misma del ser humano. Los derechos humanos no son, por tanto, meras normas jurídicas, sino el reconocimiento y la garantía de la dignidad ontológica que cada persona posee por el mero hecho de ser un ser humano.
La definición de persona que postula Boecio, formulada como "sustancia individual de naturaleza racional", posee unas singularidades que, a un análisis superficial, podrían parecer bastante áridas. Al calificar a la persona como "sustancia", es imperativo comprender a qué nos estamos refiriendo. Sustancia alude a lo que subyace, es decir, existe un 'en sí' que confiere una dignidad innegable y absoluta, caracterizada por la individualidad. Además, la esencia distintiva del ser humano es precisamente su racionalidad, un atributo que no podemos encontrar en otras especies animales.
La individualidad del ser humano, una manifestación de la dignidad ontológica inherente a su ser, alberga una profundidad y riqueza interna que llega a constituir un cosmos propio, un universo íntimo e intransferible. Este rasgo es inapreciable en otras sustancias, donde la interacción entre interioridad y exterioridad no alcanza tal nivel de complejidad y sofisticación.
La intimidad en la persona alcanza su máxima expresión, se convierte en algo absoluto y espiritual. En otras palabras, ser persona implica ser 'YO' en toda su plenitud, porque detrás de nuestra materialidad palpable se encuentra un absoluto inefable.
No obstante, esta individualidad de la persona entra en una relación racional con los demás. Nuestro intelecto no se limita a adquirir conocimiento de nuestro propio 'yo', sino que establece una relación con los otros, generando un tejido de interdependencias y conexiones que enriquecen nuestra comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.
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Cuando sepas que existo
PoetryEscribir sobre el dolor es un acto de demostración de mi existencia. Aunque pueda parecer que no soy nadie, la intensidad abrumadora de la vida me impulsa a sentir que todo podría ser diferente. Somos un haz de luz, un proyecto de vida, un cúmulo br...