La ciudad donde siempre llovía.

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Una gota, otra gota, y así, y así el vaso se colmaba de agua, se desbordaba la paciencia misma y la esperanza ya no tenía cabida dentro de aquel minúsculo volumen que representaba el vaso. En la soledad Michael observaba las gotas caer y chocar contra su ventana. El agua corría por el cristal, y en ese vidrio empañado por las lluvias era capaz de verse a sí mismo, de ver dentro de su propia alma.

Centenares no, miles y miles de gotas cayendo al unísono sobre las encharcadas aceras de la ciudad. Calles y callejones inundados de agua y desesperanza, inundados de dudas enterradas en el fango que formaban las gotas al caer contra la tierra, tierra ya húmeda de la gota anterior. Vías vacías en las que pocos valientes salían con sus paraguas a enfrentarse a la eterna tempestad en que se vivía. Siempre era el mismo paisaje desde la ventana: la lluvia cayendo.

Hacía tiempo que Dios había abandonado aquella ciudad y ahora era asediada por la calamidad. La melancolía se respiraba en cualquier esquina, aquellos aires de tristeza soplaban con una fuerza arremolinada. El café allá era insípido y para rematar estaba hecho un témpano. Todo había perdido su color, ahora se veían matices grises, algunos más claros, otros poco más oscuros, pero ya todo era opaco, el cielo, las casas, las calles, las personas, las sonrisas, pero, ¿no habrá sido siempre así?

Michael observaba la lluvia caer desde su oscura habitación en el piso número 13. Su apartamento estaba siempre a oscuras, pues no tenía motivos para encender sus luces, no tenía nada que ver, nada que contemplar, nada a lo que admirar, ni a lo que amar, solo contemplar la lluvia caer, solo soñar con lo que nunca tuvo y tristemente lo que nunca tendrá, pero, ¿qué será eso tan codiciado que es genuinamente capaz de encerrar a un hombre y hacerlo refugiarse de simples gotas y granizos?

“¡Cuánta soledad la mía!” decía a veces entre lágrimas, entre gotas saladas que brotaban desde sus ojos, lluvias solitarias desde aquellas charcas oscuras que miraban hacia el exterior para contemplar los llantos de la urbanidad pasando por la ventana. A veces, a través de los marcos del cristal, a través de los límites de su propio mundo, veía las minúsculas figuritas que a lo lejos no eran más que la simple representación de las personas, personitas con sus pequeños paraguas amarillos que salían a la calle, y que, desde lejos, Michael envidiaba. Los veía salir a la calle bajo aquella incesante tempestad, les creía ver riendo, viviendo, creía ver saltar de felicidad a las personitas de pequeños paraguas amarillos, y soñaba con el día en que él también pudiese bajar y, venciendo a la tormenta, sonreír como lo hacían aquellos, chapotear entre los charcos de desesperanza, revolcarse en aquel lodo solitario y sentir la fría lluvia en su rostro. Pero era imposible, no había forma que pudiera salir de aquel encierro, pues, ¿de que manera iba a poder vencer a la lluvia si no tenía un paraguas amarillo?

Es así como solo se limitaba a mirar desde el ventanal, día tras día, sin despegarse de aquel deseo tan masivo para su corazón. Ya no comía, pues la comida de su refrigerador nadaba ya en agua, igual que su cama, el sofá y hasta el televisor. Detestaba esa sensación de humedad, y optaba por sentarse frente a la ventana a observar las gotas caer. Pasaba días enteros sin despegarse de ahí, añorando salir y conquistar las lluvias, pero tenía miedo, necesitaba un paraguas amarillo. Una vez intentó sacar la mano por la ventana, pero se hirió con una gota que lo golpeó con tanta fuerza que casi le mata. Sin embargo, no se rindió, intentó en reiteradas ocasiones la misma hazaña, pero las piedras del diluvio eran más poderosas, así que se sentó a esperar, confiando en que alguien le tendería un paraguas amarillo desde una mano fiel.

Ya el agua le iba ganando terreno, tanto tiempo frente a la ventana que descuidó su casa y se le comenzó a inundar, primero la cocina, luego el baño, después el cuarto y así. Entreabría las puertas de las habitaciones y podía ver de refilón a algunos peces nadando entre las corrientes de su sala de estar. Optó por aislarse a sí mismo a medida que el agua le ganaba la estancia en su “hogar”, al punto de que terminó dentro de una pequeña cajita en la que no podía siquiera moverse, donde estaba obligado a estar sentado en el suelo con las piernas entre los brazos y la cabeza entre las piernas. Desde ahí ya no podía ver la ventana, no podía ver sus sueños, solo podía lamentarse, atiborrarse a sí mismo de negatividad y anhelar tener un dichoso paraguas amarillo.

Un día se hartó, ya no podía más, el agua dentro de la cajita le llegaba al cuello y decidió que saldría a la tormenta, que no necesitaba un paraguas para poder salir. Nadó hasta la puerta, bajó por las escaleras en aquel húmedo recorrido, siendo golpeado por corrientes desesperantes de soledad y por los fuertes vientos de melancolía, y, una vez en la calle, no pudo aguantar frente a las olas y fue derribado, cayendo de bruces contra un charco y ahogándose en él, pues como no tenía paraguas amarillo, era incapaz de nadar, de resistir a las fuertes corrientes que traía el diluvio, de superar aquella inundación.

Dicen que aquel charco era tan pequeño que solo su nariz cabía dentro, con un volumen de agua que era poco más del de una gota de la condenada lluvia, pero bastó con solo eso para colmar el vaso, para inundar por completo su mundo y desbordar la tristeza, desplazando a la esperanza, al deseo de vivir. Entonces terminó de esa forma ahogándose el pobre Michael, ahogándose en un pequeño charco de melancolía y soledad… Y pensar que aquello pasó solo porque alguien no le dio un paraguas amarillo, un paraguas de esperanza, o tal vez, un motivo para vivir.

La ciudad donde siempre llovía; un brevísimo relato de ATX444Donde viven las historias. Descúbrelo ahora