Cuando era una niña, me daba miedo morir. El simple hecho de pensar que llegaría un momento en el que todo se acabaría me hacía entrar en un bucle de ansiedad. Es ley de vida, es lo que da sentido a todo, es por lo que vale la pena, decían. Y una. No lo entendía. ¿Cómo va a tener sentido la vida exclusivamente porque tiene final?
Creo que ese es el problema. Parece ser que algo tan solo cobra sentido cuando se va a terminar. ¿Y no es triste eso? ¿Por qué tenemos que aprovechar la vida al máximo bajo la premisa de que nos vamos a morir? ¿Si fuésemos eternos, si nuestra existencia fuese infinita y pudiéramos quedarnos para siempre en esto que llamamos mundo, no tendría el mismo valor esta vida nuestra? Pues por desgracia, me atrevería a contestar un no.
Cuando era una niña, me daba miedo morir. Con el paso de los años me daba miedo pensar que para valorar nuestra vida debíamos ser conscientes de nuestro final. No quería tener que hacer las cosas pensando que llegaría un día en que dejaría de hacerlas. No quería abrazar a mis seres queridos pensando que llegaría un día en que no los volvería a sentir. No quería quedarme con las ganas solo por el miedo al arrepentimiento.
Yo quería ser infinita. Quería ser para siempre. Quería tener la opción de hacer las cosas mil veces, millones de veces más. Quería aborrecer la vida, quería cansarme de existir, y aún así seguir haciéndolo. No quería tener que hacer las cosas pensando en que llegaría un día en que dejaría de hacerlas; quería hacerlas sabiendo que podría hacerlas para siempre, y seguir haciéndolas, con cariño y esmero.
No me gustaba pensar que todo lo que hacíamos en vida era en post de nuestra muerte. Porque así era. Toda nuestra existencia parecía resumirse a las escasas imágenes que dicen pasar por delante de nuestros ojos en los últimos minutos. Cuando en el lecho de muerte, pasan por tu cabeza momentos de tu vida, ¿Qué querrías ver? ¿Aquello que hiciste porque decidiste arriesgar? ¿Lo que hiciste sabiendo que estábamos en esta vida de paso, que si no lo hacías ahora no lo harías nunca? ¿O lo que hiciste porque te hacía feliz, lo que harías una y otra vez si fueses eterno?
Para mí la vida era eso. Significaba eso. No eran aquellas frases motivadoras que te recordaban una y otra vez que la muerte nos sigue de cerca, que no desaprovechásemos nuestra vida y que la disfrutáramos concienzudamente antes de que se nos arrebatara. La vida eran los actos mundanos, los cotidianos, las pequeñas y grandes cosas que no me importaría hacer si en vez de estar de paso, como dicen, estuviéramos para quedarnos siempre.
Me costó darme cuenta. Me resultó difícil identificar qué era sentirse viva. Pero lo conseguí. Y reafirmé que no me sentía más viva cuando me tiraba en paracaídas, porque es una experiencia que tienes que vivir al menos una vez en la vida; ni cuando yo misma me obligaba a confesarle a alguien mis sentimientos, solo porque no tenemos nada que perder. No, cuando realmente me sentía viva era cuando me respetaba. Cuando me quería. Cuando no me presionaba, ni me obligaba a hacer las cosas solo porque cabía la posibilidad del arrepentimiento por no hacerlas.
Cuando más viva me sentía era cuando estaba en casa, acurrucada en una manta, con el amor de mi vida y nuestro perro, viendo una película mientras la lumbre nos hacía entrar en calor. Porque, precisamente, no lo hacía para sentirme viva. Porque me importaba una la vida, la muerte, la resurrección y todo lo demás. Me sentía viva porque si hubiese tenido cien vidas, en las cien me hubiese quedado en ese momento.
Me sentía viva cuando me daba igual esperar un día, dos meses o cinco años hasta encontrar el momento de sentirme preparada. Cuando no vivía pensando en la muerte. Cuando no me importaba alargar mis tiempos, sin miedo a que me pillara por el camino y me hubiera quedado a medias de nada. Ahí es cuando más viva me sentía, cuando actuaba, pensaba, y, sobre todo, sentía, bajo la premisa de que estaba viva, y no en la de que algún día iba a morir.
Me encantaba dar paseos por la orilla del mar, con el sol poniéndose en el horizonte y el sonido de las olas. Me encantaba pasarme las horas muertas escuchando música en mi habitación en los auriculares, bailando sin importar que nadie entrase a molestarme, pues no le quedaría más remedio que unirse a mis movimientos. Era feliz cuando comía la tarta de queso que cocinaba mi madre y cuando me daba un baño de espuma. Cuando me despertaba de la siesta y me tomaba un café bien grande, y cuando en invierno me metía en la cama al llegar la noche y frotaba mis pies fríos contra las sábanas para entrar en calor.
El problema vino cuando todo lo que me hacía feliz, lo que me hacía recordar que estaba viva y me hacía olvidar el miedo a la muerte que una vez tuve cuando era niña, se fue. Y se fue, paradojas de la vida, porque la muerte, esa a la que yo intentaba engañar, a la que intentaba plantar cara, hacerle creer que no iba a ser ella quien dominase mis decisiones y actos de vida; apareció.
Apareció y me llevó consigo. Tardó, eso fue lo peor. Me engatusó poco a poco, tumbándome cada uno de mis principios. Me hizo creer que era verdad eso que decían, que la vida no tenía sentido sin ella. Yo, que adoraba los placeres vitales que la muerte no condicionaba. Yo, que no dedicaba ni un segundo de mi día a pensar en el momento en que la tendría cara a cara. Yo, que no actuaba en consecuencia del día en que dejara de actuar. Ahí me tenía la, atada de pies y manos, a su maldito merced.
Me costó identificar que era lo que me hacía sentirme viva, pero más aún me costó asumir qué era sentir que iba a morir. No me lo merecía. Yo quería ser eterna. No era justo que yo, que había descubierto el verdadero sentido de la vida mucho antes de que la muerte se llamara a mi puerta, cruzarse el umbral tan pronto. Tenía la clave, la llave, ¿por qué se me tenía que ser arrebatado?
La muerte apareció y me llevó consigo un 21 de abril de 2022. Tenía 22 años y la vida por delante. Tenía sueños, aspiraciones, metas... tenía tantas cosas por hacer. Me había enamorado de la vida, y la muerte se enamoró de mí. Yo, que quería ser libre e infinita, ahí estaba, despidiéndome de un mundo del que me había enamorado y del que no me quería ir. Yo, que quería perpetuarme ante los placeres mundanos, ante el acto de leer un buen libro antes de dormir y ante el sabor de los besos a fresa; que quería vivir para siempre en la orilla de ese mar al que adoraba ir a ver el atardecer; ahí estaba, sacrificando la vida por el capricho de una muerte narcisista que no podía permitir que alguien viviese sin tenerla presente.
Pero a mí me gustaba jugar. Y no era de las que se rendían con facilidad. Le eché un pulso a la muerte. Era un pulso sin garantías, de aquellos que no aseguraban nada. Pero era un pulso inteligente, pues le hacía creer a ella que había ganado y que me tenía en sus brazos; cuando, en realidad, todavía quedaba una última baza.
Volvería. No sabía cuándo, ni dónde, ni mucho menos en qué condiciones. Pero volvería. Porque me había enamorado y cuando me enamoraba no me dejaba ir con tanta facilidad. Volvería y me quedaría, para cumplir mi promesa y no fallar a mis creencias. Para vivir como tenía que vivir y, sobre todo, para hacerle un jaque a la muerte.
Cuando era una niña me daba miedo la muerte, pero, en su lecho, fui consciente de que debería ser al revés, que era la muerte quien debía temerme a mí.
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BUSCANDO A CATALINA
Romance"Cuando era una niña me daba miedo la muerte, pero, en su lecho, fui consciente de que debería ser al revés, que era la muerte quien debía temerme a mí"