Capítulo 3

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Capítulo 3

Eros

Cuando cumplí dieciocho años mi padre me regaló mi primer Macro. Era un modelo único en el mercado, excepcional y sorprendentemente original. Era de color verde neón y las ruedas eran tan pequeñas que apenas podían percibirse. Su voz era sensual y acogedora y sus asientos tan cómodos que parecía que estaba conduciendo por el mismo cielo, rodeado de nubes.

La primera vez que lo conduje fue increíble. Fue una experiencia completa. Me sentí cómodo y tranquilo, como si mis manos estuvieran predestinadas a manejar aquellos mandos. Recuerdo que Rubi era mi copiloto y en el asiento trasero iba mi padre, dándome algunos consejos de conducción. Rubi, por el contrario, no paraba de observar y toquetear todos y cada uno de los botones del coche, por lo que no era de extrañar que mientras hacíamos una curva sintiésemos un masaje en el trasero; o que esperando un semáforo la sensual voz del Macro recitara una lista de los 50 mejores restaurantes del Estado para cenar comida española.

Fue divertido. Y esa sensación de calma se mantuvo con el paso de los años. Cuando discutía con mi padre, cuando tenía problemas con las ventas, o cuando me iba mal en la escuela, lo único que tenía que hacer era montarme en el coche y dejar que su comodidad me embriagara. Me hacía desconectar.

Desactivaba el modo automático y conducía y conducía sin parar. Muchas veces sin rumbo, simplemente por el mero placer de pasar un rato conmigo mismo disfrutando de la experiencia de conducir un coche como aquel. Pero, otras veces, sí que marcaba un destino y le pedía al Macro que me llevara hasta él. En esas ocasiones, solía avisar a Rubi para que me acompañara.

Le daba un toque y ella aparecía al instante preparada con un par de cervezas y una cajetilla de esos cigarros que tanto nos gustaba fumar. Hacía un par de bromas sobre mi aspecto y enseguida se montaba en el coche y conectaba la música. Yo me montaba a su lado y nos dejábamos llevar por el Macro hasta nuestro pequeño rincón.

Una vez allí, sentados con las piernas colgando al vacío y disfrutando de las vistas, hablábamos y hablábamos durante horas. De cualquier cosa. En aquella extensión de piedra, situada a más de mil metros de altura y con una de lo que en su día fueron siete maravillas del mundo a nuestras espaldas, nos sentíamos seguros. Allí podíamos reír, llorar, gritar y bailar con la tranquilidad de que se quedaría solo para nosotros.

- ¿No te parece precioso? -me preguntó Rubi un día.

Estábamos sentados espalda con espalda. Pensaba que a mí me habían tocado las vistas buenas, pues ante mis ojos se extendía el bullicio de una ajetreada ciudad, las montañas llenas de vida, y al fondo, el inmenso mar. Por eso me extrañó su pregunta.

Giré la cabeza sobre mi hombre y observé con detenimiento sus vistas. Eran las ruinas de la otra parte de la ciudad, la que quedó destruida después de la guerra y nadie se molestó en volver a construir. Fruncí el ceño. ¿Aquello le parecía hermoso?

-Son solo ruinas, Rubi -le respondí.

Ella giró la cabeza y me miró con un brillo en los ojos.

-Pero son las ruinas más bonitas que he visto en mi vida-suspiró -Incluso ahora, que parecen no tener ni un ápice de vida, resisten. Luchan por mantenerse en pie y lo hacen por y con ellas mismas. No son solo ruinas, Eros.

Fue ese día el que conocí a Félix.

Tras mucho insistir, Rubi consiguió que accediera a dar un paseo por la otra parte de la ciudad. Tras una larga caminata, llegamos. Caminamos en silencio, como si cualquier mínimo sonido pudiese provocar que todos aquellos edificios a medio caer se terminaran de desplomar. Atentos a cualquier agujero en el suelo. Con precaución de no pasar por las zonas especialmente radiactivas.

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