Capítulo 2
Catalina
El sonido del mar. Ese rugido espumoso y calmante. Un susurro que parecía acariciarme la piel. Un rumor, que poco a poco, se fue convirtiendo en verdad. Eso era lo que me mantenía cuerda. Un sonido al que apenas podía ponerle forma. Un retumbar que, a veces, parecía camuflarse entre otros ecos. Un murmullo que comenzaba a descifrar.
No lo veía. No sabía si realmente el mar era real. Si, en efecto, existía un océano que provocase ese oleaje que se había colado en mi cabeza, y que permitía que no me dejara llevar por los delirios. Puede que eso fuese lo que hiciese que me enamorase tan rápido de ese sonido, la fe que le procesaba.
No sabía cuantos días llevaba en aquel lugar. A veces dormía, y otras veces solo miraba un punto fijo en el techo de la blanca habitación, esforzándome en escuchar el bramido del océano.
Sentía. Sentía mucho y a la vez. Pero no sabía dar nombre al cúmulo de sensaciones que me dominaban a lo largo del día. Notaba cosquilleos que no sabía de dónde venían y que me hacían sentir incómoda, pero que, cuando se iban los echaba de menos. Tenía preguntas que no era capaz de formular, y, sobre todo, tenía miedo.
Lo primero que supe identificar dentro de toda la maraña de emociones, sensaciones y pensamientos que me rodeaban fue el dolor. El dolor físico. Me dolían las articulaciones, los músculos, la garganta y la mismísima piel. Me dolían partes de mi cuerpo que ni era capaz de reconocer. Me dolía algo que no sabía dónde se encontraba. Pero dolía y no remitía, sino que aumentaba conforme pasaba el tiempo.
Las primeras semanas las pasé entre el mundo de los sueños y el mundo real, los cuales confundía a menudo. No tenía recuerdos más allá del punto blanco que observaba hasta caer la noche. Y el sonido del mar, claro. Nunca estaba sola, no físicamente. Siempre había alguien, al que no era capaz de ver, a los pies de mi cama. Sentía que me observaba, y eso, me intimidaba.
El segundo sentimiento que identifiqué puede que fuese el que iniciase todo lo que estaba por venir. Resignación. Me había resignado. Me había resignado a tener alguien a los pies de la cama que me intimidaba. Me había resignado a que lo único que vieran mis ojos fuese un punto blanco. A no saber cuánto tiempo llevaba durmiendo y despertando sin que nada cambiara. Al dolor. Incluso al mar. Porque era ese sonido lo que me mantenía cuerda, pero tan solo porque pretendía que fuese el que me indicara qué estaba ocurriendo. Fue revelador cuando me cercioré de que el sonido del mar no tenía nada que decirme, como había pretendido en un primer momento. Que ese rugir no tenía las repuestas. Pero, sobre todo, fue revelador el comprender que para que hubiera respuesta, primero había de haber pregunta.
- ¿Quién eres?
Fue un graznido. Casi un gemido. Mi voz era rasposa y ronca, y la garganta me ardió con tan solo pronunciar esas dos palabras. No lo premedité, ni pensé si era lo que realmente quería saber. Simplemente pregunté, en busca de cualquier respuesta.
Y entonces, el siguiente cambio. En mi campo de visión se introdujo una nueva figura por delante del punto de luz blanco. Era una cara amable y bonita, de una chica joven. Me sonrió con dulzura, y acto seguido volvió a desaparecer.
De repente, sentí como todo mi cuerpo comenzaba a incorporarse y dejé de ver el techo blanco. Me dio miedo. Me sentí insegura. Y comencé a buscar el sonido del mar dentro de aquella habitación, pero lo había perdido. Ya no estaba. En su defecto, comencé a escuchar voces lejanas, pasos apurados y pitidos mecánicos.
Pude ver el cuerpo completo de lo que intuí que era una enfermera, la misma que me había sonreído con tanta amabilidad segundos atrás. Sostenía un aparato en la mano con el que parecía controlar la camilla en la que estaba tumbada. Por primera vez, moví mi cuello y observé con detenimiento el lugar en el que me encontraba. Parecía una habitación de hospital, con paredes blancas. Era amplia y la camilla en la que me encontraba era el único mueble dentro del espacio, a excepción del pequeño sillón en el que dormía la enfermera. Al fondo, había una puerta igual de blanca que el resto de la habitación.
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BUSCANDO A CATALINA
Romance"Cuando era una niña me daba miedo la muerte, pero, en su lecho, fui consciente de que debería ser al revés, que era la muerte quien debía temerme a mí"