Pituenche P4

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Más al centro del área de búsqueda se encontraba el grupo de Felipe Melino que a sus cincuenta y cinco años al igual que don Reinaldo era un conocedor de esa zona del bosque como si fuera el patio de su casa. Además compartían algo que las nuevas generaciones han comenzado a perder, el respeto a ese mundo natural y desconocido en las profundidades de ese conjunto de centenarios árboles. El respeto era debido a las historias que escuchaban desde niño y sobre todo por experiencias que habían tenido cuando adolescente. Esa tarde cambio sus vida y sus creencias de la veracidad de las leyendas que se contaban sufriendo en carne propia las risas y el total desinterés por lo que habían vivido. Prometieron no contar nada más para no revivir todo, los gritos, el olor, los desaparecidos, los cuerpos que aparecieron meses después.

Su grupo estaba llegando a un pequeño claro. Era una amplia zona que permitía ver a alguien de pie a quinientos metros en un día despejado e iluminado, ahora la visión era disminuida por la oscuridad de la noche. Solo el andar rompía el silencio y la tranquilidad al crujir ramas y hojas secas. De pronto, un fuerte sonido escapo de lo que venían escuchando causando un gran remezón en todos. Se detuvieron quedando totalmente quietos con un mutismo que hizo que sus respiraciones retumbaran en ellos. Felipe levanto la mano y con una seña alerto sobre suaves sonidos semejantes a pisadas que se abrían paso a varios metros de ellos. Las miradas de sus compañeros delato que también las habían escuchado y aunque sabían que se encontraban en una zona históricamente segura el miedo que los envolvió hizo elevar la palpitación de sus corazones. La tensión se apodero de todos comenzando a temblar cuando dos luces como ojos luminosos se dejaron ver a casi cien metros. Todos se miraron sin poder esconder que respiraban miedo y expectantes a lo que fuera. Pudieron tocar el silbato, pero ninguno quiso correr el riesgo, y menos cuando las dos luces que parecían estáticas comenzaron a moverse perdiéndose rápidamente en la oscuridad. Sin embargo, el sonido de las pisadas se intensifico, con nerviosismo prepararon sus armas dejándolas listas para actuar. Entre los crujidos oyeron una voz, una que los volvió a la vida. Nuevamente sus miradas se cruzaron, pero sus ceños se fruncieron, sus músculos se relajaron y los semblantes esbozaron una leve sonrisa nerviosa.

— ¿Qué hacen por acá? — Esa pregunta les devolvió el aliento. Era Román Quezada quien se había adelantado unos metros de Daniela que llego segundos después junto a los demás.

— ¿Qué hacen ustedes? ¿Se perdieron? — las risas y bromas se apoderó de todos.

Francisco Rivera se acercó al igual que sus compañeros. Roberto se mantenía agachado, perturbado mirando a todos lados buscando alguna otra señal con tal emoción y concentración que apenas escucho cuando le hablaron.

— ¿Estás bien? — le volvieron a preguntar casi en coro.

— Sí, sí. Miren la bufanda de María — respondió casi instintivamente.

Valentín Zambrano se quedó a su lado mientras los demás con arma y linterna en mano comenzaron buscar en los alrededores. Roberto se levantó con la bufanda en la mano mostrándosela a Reinaldo que no pudo ocultar una mirada de asombro al verla.

— ¿De dónde sacaste esa bufanda? ¿Por qué ese bordado? ¿Era de María? — preguntó Valentín sin darse cuenta del tono ni la cantidad de preguntas que formulaba.

Roberto lo miró algo confuso por el interrogatorio, pero estaba muy consternado para pensar. Solo atino a contestar que pertenecía a María que fue un regalo de cumpleaños.

— No encontramos nada más — dijo Francisco al reunirse todos expectantes.

— Creo que ya es hora de volver, no podemos hacer nada más. Volveremos mañana de día centrándonos en esta zona — comentó Rodolfo Rivera con una voz que delataba nerviosismo después de ver la hora.

No hubo objeción a regresar. Roberto también entendió que era lo mejor. No era momento de perder la razón en una búsqueda casi a ciegas. Agradeció el interés de querer volver lo antes posible para continuar con la búsqueda bajo la luz del sol, aunque leyó en sus rostros el miedo por haber encontrado la bufanda y todo lo que podría envolver eso.

— Tocaré el silbato, lo había olvidado — dijo Valentín liderando el grupo. Nacido y parte de una de las primeras familias del pueblo, a sus casi setenta años se las arreglaba para abrirse paso entre la maleza y las secas ramas del sendero.

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