La mañana llegó. La ciudad-fortaleza empezó a hacer el cambio de guardia una vez más. Los nocturnos regresaron lentamente a sus hogares, y los diurnos subieron a las murallas de mármol, o se mantuvieron en sus trabajos. El ruido de las forjas, los caballos transportando mercancías en carretas, los contados mercaderes que exhibían sus artículos de lujo para los soldados, era lo que más se podía ver en aquel cuidado Bastión Blanco.
Era una fortaleza de diez kilómetros de ancho, pero que tenía la forma de un anillo, por lo que abarcaba cientos de kilómetros rodeando aquel valle negro dónde la vida era desconocida. Las murallas exteriores, aquellas que conectaban con el resto del imperio, no eran ni de lejos tan majestuosas e impactantes como las grandes torres de marfil y mármol que cercaban las tierras negras; de apenas siete metros de altura, los bordes exteriores del Bastión Blanco no hacían honor al nombre de la ciudad.
Pero eso poco le llegaba a importar a la Reina de Cenizas. Casi todos sus esfuerzos se concentraban del lado de mármol, y el movimiento era constante en ese lado. Tanto las tiendas como tabernas, herrerías, e incluso algunos contados establos, se encontraban de ese lado. Todos los días se fabricaban flechas nuevas para tener una reserva casi-infinita. Lecceo se llegó a preguntar si en algún punto habría que expandir el territorio del Bastión Blanco sólo para construir cientos de almacenes para las flechas.
El centurión se levantó de su cama; hecha de terciopelo y almohadas con pelo de caballo, Lecceo se daba una buena vida en su pequeña recamara. Hacía tiempo que la había comprado: un piso en un hotel, con vista hacía las murallas de mármol y unas cuantas plantas sobre su alcoba.
A un lado tenía una mesa de madera con unos cuantos libros ya viejos en ella. Inspeccionó de cerca su volumen más preciado: un escrito de filosofía que era de los tiempos de Ha'Sag. Suspiró y su mente trató de volver a aquellos momentos de gloria como soldado, pero el graznar de un pájaro le devolvió en seguida a la realidad.
En una esquina tenía su armadura guardada en un cofre junto a otras prendas de lino y camisas de tela. Se desvistió de su prenda completa de seda que usaba para dormir, y volvió a empuñar las piezas de bronce y plata que conformaban su armadura de centurión.
Salió de su habitación. Bajó por unas escaleras de madera que daban a la sala común del hotel. Ahí, varios otros soldados y algunos cuantos familiares de estos se encontraban reunidos; unos desayunaban, otros charlaban de las ocurrencias de la calle. Lecceo, aunque conocido, no era una figura pública, así que pocos en el hotel realmente sabían de su importancia.
La sala era un lugar agradable y espacioso, con algunos cuantos sillones y asientos hechos de seda importada de varias partes del continente. Cerca de las escaleras, a la derecha, había una habitación que conducía a la cocina, y por delante había una barra hecha de madera tallada, tejida con diversas figuras en sus bordes. En el centro yacía un hombre mayor, con sobrepeso y un bigote poco agradable a la vista, tomando una cerveza.
—Buenos días, Patrolum —saludó Lecceo.
El hombre con bigote cuestionable dejó de beber y sonrió al verlo.
—Oh, ¡buenos días, Sena! —su voz era la que se podía esperar de un hombre de su edad. También era risueña, como si siempre estuviera alegre.
Lecceo trató de imitar una sonrisa. Fracasó.
—¿Alguna novedad de la que hayas escuchado?
Sena tenía la costumbre de preguntar por aquello, añorando escuchar alguna noticia excitante, aunque fuese de algo tan desagradable como la muerte de varias personas.
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Las Puertas Del Hades
Fantasy¿Quieres leer una de las mejores historias que verás nunca? En un vasto imperio donde la paz se mantiene bajo el yugo de la Reina de Cenizas y sus Seis grandes hechiceros, un antiguo legionario, Lecceo, que ha vivido más de lo que ningún mortal deb...