Capítulo 3

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Lecceo bajó por las escaleras y se encontró una vez más con Patrolum. Esta vez ya no llevaba su característica armadura de centurión, sino que llevaba unas cuantas telas de lino y una pieza azul clara con bordados dorados que recorrían de hombro a hombro. El amigable Patrolum mostró una sonrisa de oreja a oreja, resaltando su horrible bigote.

—¡Ah! ¡Señor Sena! —saludó mientras se secaba las manos con un trapo blanco—. ¿Qué tal durmió? Escuché un golpe proveniente de su habitación.

Lecceo hizo una mueca. No sería prudente comentarle la pesadilla, no a él. Era de lengua fácil.

—Dormí bien, Patrolum. Sólo que una araña me asustó al despertar, y me caí de la cama.

El bonachón sonrió más.

—¡Vaya! Jamás creí que podría llegar a asustarte una araña. ¿Quieres que revisen tu habitación y le den una limpieza?

Lecceo bostezó y asintió.

—Sí, pero antes, ¿tienes algo de comida?

Patrolum ensanchó más su sonrisa. A veces Lecceo creía que ese hombre podría ser un cambiapieles con la capacidad que tenía de estirar su rostro mientras sacaba los dientes.

—¡Claro!

El hombre le repartió unos trozos de pan caliente al centurión. Luego, le ofreció un trago de vino. Sena lo apuró y le agradeció con una reverencia. Patrolum se sonrojó de lo educado que resultaba a veces su viejo mentor.

—¿Tienes algo nuevo del rumor que me contaste ayer?

El tabernero negó con la cabeza.

—No, no hay nada nuevo. Los rumores se expanden rápido, pero no tanto como el viento de Hibelón —bromeó mientras empezaba a secar un vaso de cristal con el mismo trapo blanco.

Lecceo suspiró. Deseaba, en cierta forma, el espíritu que antaño lo mandaba a luchar contra las huestes más peligrosas de cada parte del mundo. Quizás fuera sólo una locura suya, un delirar del paso del tiempo. Puede que estuviera joven en cuerpo, pero su mente había vagado por más tiempo en el mundo del que la mayoría de los hombres deberían hacerlo. La pesadilla estaba ahí, presente como el hierro al rojo vivo que se inserta sobre la piel desnuda de un esclavo. Aunque también un sorbo de esperanza: los mercenarios. Iría a hablar con Bummös, esperando que el viejo capitán le sirva como compañía en la larga travesía que le amparaba a su vida.

—Patrolum, si no regreso hoy en la noche, es porque me quedé hablando con unos nuevos amigos —dijo y dio media vuelta sin pensarlo mucho.

La sonrisa del tabernero desapareció, trasformada en una mueca de confusión. Se despidió torpemente de Sena y siguió limpiando el vaso con incertidumbre. Conocía bien a Lecceo, después de todo en el pasado había sido una suerte de maestro para él cuando sólo era un mocoso, pero nunca se iba sin decir un adiós, y mucho menos ganaba amigos.

El centurión salió una vez más a la avenida. Era temprano por la mañana. No había mucho movimiento más que unos cuantos carros tirados por caballos y algunos burros o bueyes que iban y venían con cargamentos de flechas, lanzas, espadas, escudos o cualquier otro artilugio que funcione para el arte de la guerra. Lecceo respiró profundo y se percató del dulce aroma que desprendía el hierro recién fundido de las forjas cercanas a su edificio: un trabajar día y noche sin cesar en la única parte del mundo dónde no ocurría nada. A veces sospechaba que la Reina estaba algo desquiciada y gastaba recursos para una guerra que jamás iba a ocurrir. Quizás se volvió loca sin su marido.

Las Puertas Del HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora