Bummös seguía pálido. La edad le iba a cobrar pronto factura. A su lado, tanto el pequeño mago como Yuje se mantenían cerca del muchacho, aguardando cualquier atisbo de peligro. Lecceo observaba a Bagúm como si de un águila se tratase, listo para saltar sobre el conejo. El chico tiritaba de frío; su cuerpo parecía haber experimentado una muerta prematura, pues todo le fallaba.
Armö, quién se situaba a la derecha de Lecceo, tenía tantas preguntas que no le bastarían todos los años de vida que le quedaban para averiguarlas todas. Se mantenía a la espera de que su mentor hiciese o comentara algo, pero nada ocurría.
El capitán de los creerios lentamente empezó a recobrar el color; miró hacia los cielos y preguntó con la voz más serena que pudo encontrar:
—¿Cuánto tiempo pasará hasta que regrese?
Lecceo se mantuvo callado. Su mano rascaba suavemente su mentón, preguntándose qué clase de poder podía contener Bagúm.
—No lo sé. Podrían ser solo cinco días, o quizás siete. Sus alfombras voladoras le permiten ir de una ciudad a otra en cuestión de horas.
—Pero el Palacio De Rosas está a más de mil kilómetros del Bastión —señaló Armö en voz alta.
Las palabras de su discípulo fueron fuertes, atrayendo la atención de otras levas cercanas que pasaban por ahí. Lecceo lo fulminó con la mirada.
—No será buena idea hablar de esto aquí. Muchos ojos nos observan.
De pronto Bummös cayó en cuenta de la gravedad. Asintió e hizo un gesto.
—¿Dónde estaremos seguros?
Lecceo lo meditó. Cabeceó y luego musitó en voz baja algo para sí.
—Hay una encrucijada de caminos cerca de aquí. Síganme.
El pequeño grupo caminó junto a Lecceo. A su lado, Armö empezó a murmurar cosas para su tutor. ¿Por qué ellos, púrpuras, debían esconderse de las miradas de otros? Sena no iba a jugarse el pellejo; había vivido lo suficiente para saber que no debía confiar ni siquiera en los perros que lamen las heridas. De pronto, Bummös habló en un tono lo suficientemente bajo para que solo entre ellos se escuchen.
—¿Cinco días? Eso no es nada de tiempo —preguntó, recordando lo que debería tomar a Hibelón cruzar tal distancia—. No podría recorrer ni siquiera un cuarto de esa distancia con un caballo.
Yuje gruñó. Su rostro ya era difícil de distinguir bajo la penumbra de su capucha.
—O puede que regrese antes. Si esto le resulta urgente a la reina, no dudo que pueda hacerlo más rápido.
Bummös apretó los dientes.
—Entonces, ¿qué se supone que haga? ¿Esperar?
—No sé si haya otra alternativa, jefe.
—Con un demonio, ¡debe de haber otra!
—Ella no es una cualquiera, Bummös —dijo Lecceo—. Esa mujer es capaz de torturar de la forma más vil posible a un hombre con tal de dejar claro un mensaje. —Respiró profundo, meditando el futuro de su amigo—. No seas tú el siguiente que ella torture.
El capitán gruñó. Un nudo se formó en su estómago; aunque jamás haya visto a la Reina, sabía más que bien lo que era capaz de hacer ella por los rumores e historias que se contaban de murmullo en murmullo. Había tantas atrocidades que tardaría varios días en enlistar todo lo que hizo con rebeldes, traidores, enemigos, e incluso aliados.
Chárcun, el pequeño mago de la compañía que había mantenido un especial cuidado de no decir una estupidez empezaba a murmurar cosas en voz baja a un lado de Bagúm. El muchacho caminaba, pero no al mismo ritmo que los demás, quedándose protegido por la cercanía de sus tíos.
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Las Puertas Del Hades
FantasyEn un vasto imperio donde la paz se mantiene bajo el yugo de la Reina de Cenizas y sus Seis grandes hechiceros, un antiguo legionario, Lecceo, que ha vivido más de lo que ningún mortal debería, añora los días gloriosos de sus campañas. Ha presenciad...