PRÓLOGO

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«Sé que no hay esperanza para mí. Los Titanes me abandonaron cuando nací humana».

La oscuridad es helada, recordándome a un hogar que creí muerto desde esta altura. No es la clase de oscuridad fría donde hay esperanza porque el sol llegará a tu puerta. Es el frío de las bestias que son inservibles en la superficie. Para los humanos, tan odiados, tan inservibles para los drudes cuando no pueden satisfacer deseos carnales, es el frío del olvido. El Carranam es el núcleo de Euarydd, pero me gusta pensar que las dranáfilas son las puertas hacia la descomposición de este mundo.

Me aferro a la mochila al pecho y cuando cierro los ojos, sigo corriendo. Tiemblo. Muero de hambre. No quiero esto. Si dejase de correr, la oscuridad me consumiría entera, porque entonces Thorgan será destrozado bajo los colmillos de las bestias cuando Galván sea el primero en caer. Y Sorina, que espera en nuestras forjas con la esperanza que aparezcamos vivos, y peor, que lo hagamos con otros humanos que podamos ayudar, se arrancará las entrañas bajo la desesperación del hambre y el dolor.

Si me detengo, si dejo que esos azules muertos se adueñen de mi culpa, entonces la verdadera oscuridad será mi cadáver siendo el festín de los monstruos con pieles pálidas.

Los que habitan allá arriba.

Siento una mano jalando de mi mano real. El tacto de Thorgan revive los recuerdos y desearía que mis gritos atragantados pudieran saciarme. Recuerdo todo. Esa sucia taberna, la única con rastros de luz anaranjada en las dranáfilas. Ya teníamos un huevo de nimhlea para alimentarnos, faltaba algo que pudiéramos usar en las forjas. Metal. Y ellos la tenían. Esos soldados azules cargaban espadas y dagas en sus cinturones bien hecho; sus manos estaban protegidas por guantes de escapolitas que causaron nuestra inminente persecución. No debieron perseguirnos. No. No debieron venir aquí. Al menos no, si sus intenciones eran romper la máxima regla:

«En las dranáfilas no puedes gritar. Las bestias no ven. Esto es un mundo vestido de negro. Ellos oyen. Saben que tus gritos de odio serán el alimento del día. Y nadie sabe lo que puede tocarte». Nos recuerda Sorina, antes de salir. Vuelvo a cerrar los ojos. Y entonces sucede. Vuelvo a recordar. Ese ramalazo de energía engullendo la poca claridad entre la inmensidad. Thorgan sujeta a Galván del brazo, justo en el momento que las piedras malditas sisean furiosas. Restos de la magia de la superficie y el venidio de las Barreras, ese que inexplicablemente vibra dentro de mis venas, revientan en un remolino de colores amarillos para darle el paso a una bestia.

Un nimhlea.

Su pico alargado se abre con un chirrido fantasmagórico. Sus alas huesudas sacuden las piedras colgantes y su gran cola espinosa se desenrosca al tiempo que el cuerpo rechoncho y las dos patas traseras sacan a relucir sus escamas malolientes. No es un dragón, apenas alcanza el tamaño de un caballo adulto, pero casi llega a serlo lo cual es un alivio; lo que nos faltaría es que haya dragones en las dranáfilas.

"Mátenlos", habría ordenado un azul. Aquella voz ahogada sigue fresca en mi mente. Creería que aún los escucho, cuando la bestia abre las fauces de hileras de colmillos y escupe aquella baba maligna...

El dolor los envenena. Los pudre. Todos agonizan de la misma manera cuando se tratan de bestias hambrientas. Siempre deseé ver algún azul muerto por habernos desterrado aquí. Se suponía que el príncipe de esta Corte ordenó que viviéramos dignamente en la superficie, pero no se pudo.

Es el Lord Comandante quién decidió que no se podía.

Él nos hizo esto. Nos mandó acá, cuando nos creíamos liberados de los feéricos. Supongo que pensó que servíamos más como esclavos que como aliados.

Llevo desde los cuatro años aquí. Cualquier oportunidad de que ese bastardo pierda sus fieles soldados, es un alivio para mí. Un abusador menos.

Un enemigo menos.

CADENA DE SANGRE Y SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora