Siempre me pregunte, que clase de cara iba a poner cuando te viese otra vez, ¿Cuál seria mi primer pensamiento o gesto? ¿Qué te diría?
—Oh, cariño... Te ves hermoso —susurré con un hilo de voz, dejando caer mi arma al suelo mientras extendía los brazos hacia ti, como si abrazarte pudiera detener el inevitable horror que estaba a punto de desatarse.
Tus dientes se hundieron en mi cuello sin piedad, desgarrando la carne con una furia primitiva. El dolor, feroz e insoportable, recorrió cada rincón de mi ser, pero no me aparté. Al contrario, te acerqué más a mí, abrazando tu cuerpo marchito contra el mío, sintiendo el frío de tu piel apagada, carente de cualquier vestigio de vida. El sonido de tus gorgoteos, húmedos y turbios, retumbaba cerca de mi oído, mientras tu cuerpo enfermo y desencajado arremetía contra el mío, estampándonos con fuerza contra una pared de concreto.
Mis manos, temblorosas y forjadas por años intensos de lucha, de supervivencia, se posaron en tu cabeza, acariciando los escasos mechones de cabello que aún se aferraban a tu cuero cabelludo, deshecho y roto. Sentí la fragilidad de lo que alguna vez fuiste, y en ese instante, todo lo que quedaba era el vacío ineludible, donde la vida había sido suplantada por un anhelo irracional del devorar. Aunque tus dientes destrozaban mi carne, bebiendo mi sangre con ferocidad, y tu saliva esparcía ese veneno mortal por mi torrente sanguíneo, no podía soltarte. ¿Por qué lo haría? Has vuelto a mí... después de todo este tiempo, finalmente has regresado.
Ambos caímos al suelo, mi espalda resbalando por la pared mientras la pérdida de sangre nublaba mis sentidos. El mareo me envolvía como una niebla espesa. La pistola no estaba lejos; con esfuerzo, moví el pie y, usando el talón, logré arrastrarla hasta mi mano libre. Con la otra, seguía sujetando tu cabeza contra la herida abierta que tú mismo habías causado, sin dejar que te apartaras de mí. No podía, ni quería. Este momento, por más doloroso que fuera.
Con un suspiro, sostuve el arma firmemente. Mi corazón se desbordaba de emociones contradictorias: amor, dolor, resignación.
—Buenas noches, te amo —murmuré, con la voz quebrada, dedicándote mis últimas palabras.
Apreté el cañón del arma contra el costado de tu cabeza y, sin vacilar, jalé el gatillo. El estruendo fue ensordecedor, reverberando en mi mente, desdibujando todo a nuestro alrededor. Pero el silencio que le siguió fue aún más desgarrador. Las lágrimas brotaron con furia. Ninguna herida, ningún dolor que hubiese soportado en todos estos años de lucha y supervivencia se comparaba con lo que sentí en ese instante: el vacío de su ausencia, el silencio que lo envolvía todo, implacable.
Lo abracé con fuerza, apretando su cuerpo contra el mío mientras el llanto me sacudía. Lo miré, tan sereno, finalmente libre de aquellos gruñidos feroces y de la rabia incontrolable. Ahora solo parecía dormido, inmóvil, quieto... muerto. El ardor lacerante en mi cuello me devolvió a la realidad. Llevé la mano a la mordida que aún sangraba, intentando frenar el flujo de sangre, pero sabía que no tenía mucho tiempo. El virus ya circulaba por mis venas.
Me levanté torpemente, dejando su cuerpo apoyado contra la pared. Con un movimiento desesperado, arranqué la manga de mi polerón y la envolví alrededor de mi cuello, tratando de improvisar un torniquete, aunque pronto el paño se empaparía de rojo. Me moví por el espacio reducido del destartalado apartamento, con la mente nublada y el dolor clavado en cada parte de mi cuerpo. Guardé el arma en el estuche del cinturón y, pese a las lágrimas que seguían nublando mi vista, lo cargué en mis brazos. No podía dejarlo atrás.
Salí por el enorme cráter en la pared, dirigiéndome a las escaleras a medio derrumbar que llevaban a los pisos superiores. Subí, torpe, casi sin fuerzas, pero sin detenerme. Cada escalón crujía bajo mis pies, hasta que, en algún punto, las escaleras desaparecieron en el vacío. Me adentré en un pasillo de apartamentos abandonados hasta encontrar una puerta derribada. Entré.
El apartamento estaba desierto. Tras una breve inspección, lo dejé cuidadosamente en un sofá individual, acomodando su cuerpo lo mejor que pude, a pesar de los temblores que recorrían mis manos y los dedos entumecidos. Sentí cómo la vida se escapaba lentamente de mí, pero no podía detenerme. Fui hacia la puerta del apartamento, la levanté y la coloqué en su marco, aunque apenas se sostenía. Sabía que no serviría de mucho, pero era lo único que podía hacer. Regresé hacia él, mis pasos pesados y lentos, incapaz de apartar la mirada de su cuerpo inmóvil...
Fui hacia la puerta del apartamento, la levanté con esfuerzo y la coloqué de nuevo en su marco, aunque apenas se sostenía. Sabía que no serviría de mucho, pero era lo único que podía hacer. Al darme la vuelta, mis pasos se hicieron pesados, como si una fuerza invisible me anclara al suelo. No podía apartar la mirada de su cuerpo inmóvil, inerte en el sofá, como una sombra de lo que una vez fue.
Un cosquilleo incómodo recorrió mi cuello desde la mordida, y, en un acto reflejo, me di una bofetada que dejó mi mejilla ardiendo en rojo. Eso me hizo recomponerme, aunque solo por un instante. Mi mente aún estaba confusa, pero había algo que debía hacer. Agarré una vieja escoba de un rincón polvoriento y comencé a limpiar el suelo en un área rectangular, una pequeña franja de orden en medio del caos que nos rodeaba. Arranqué las cortinas, revelando un ventanal agrietado que daba una vista desoladora de la ciudad. Coloqué las cortinas en el suelo como si fueran alfombras improvisadas, creando un espacio donde el caos no llegara, como si ese gesto pudiera devolverle algo de dignidad al momento.
Miré el cuerpo de Tweek, allí sentado, con los ojos cerrados, como si todavía me contemplara. No podía dejarlo así. Sabía que tenía que hacer algo más, algo que le diera paz.
Después de un rato de búsqueda por el apartamento, encontré lo que necesitaba. Con manos temblorosas, terminé de abotonar la camisa en su cuerpo delgado y frágil. Mi boca se llenaba de saliva, una reacción del virus escalando, pero la ignoré. Moví el sillón donde el estaba sentado, con su camisa blanca y un manta en sus piernas, como si hiciera frio... El dolor en mi cuello me hacía más torpe con cada segundo que pasaba, pero no me importaba. Me arrodillé, o más bien, caí de rodillas frente a él, mientras el paño que envolvía mi herida ya estaba empapado en rojo.
—P-perdón... No es la playa —jadeé, la voz quebrada.
Mis manos, ya casi inútiles, buscaron en mi bolsillo trasero. Con esfuerzo, saqué un pequeño anillo, el único vestigio de un futuro que nunca tuvimos. Sujeté su mano fría, ahora sin vida, y deslicé el anillo en su dedo anular. Mi visión se volvía cada vez más borrosa, el mundo alrededor comenzaba a desvanecerse. Me dejé caer suavemente, apoyando la cabeza en su regazo. Mientras mi respiración se hacía cada vez más lenta, observé cómo el sol se escondía tras los edificios, su luz difuminándose en el horizonte, del mismo modo en que mi consciencia comenzaba a desvanecerse. La sangre se escurre de entre mis encías y los orificios de mi rostro.
—Tweek. ¿Qué hubieras...?— Tosí, mis ojos ya no pueden ver, este virus me esta matando pero no seré uno de ellos, de eso estoy seguro, contemple por ultima vez la imagen del atardecer, de nuestros anillos. Deje que mi cabeza descansara, que mis ojos se cerraran...
En ese instante, no había más dolor, solo la serenidad de saber que, al final, estábamos juntos.
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Me vi el capitulo 3 de Digital Circus y me inspire feazo, nfdjn.