Había una chica llamada Lucía, siempre callada y reservada, pero con una sensibilidad única para notar las emociones de los demás. Aunque sentía que no destacaba en casi nada, ni en básquet ni en vóley, había algo que Lucía hacía sin esfuerzo: escuchar y consolar. Sus amigas la buscaban cuando sus días se nublaban, y Lucía, con una palabra suave o un abrazo silencioso, sabía calmar sus tormentas.
Lucía no tenía favoritos, ni colores, ni comida. Siempre respondía algo al azar cuando le preguntaban, pero en su corazón, lo único que realmente la conmovía era el amanecer. Para ella, el amanecer simbolizaba una nueva oportunidad, una nueva esperanza... o al menos eso pensaba.
Una de sus amigas más cercanas, Julia, estaba pasando por un mal momento. Su corazón había sido roto por alguien que prometió quedarse. Lucía, como siempre, estuvo a su lado, ayudándola a reconstruir los pedazos, a volver a sonreír. Pero mientras más ayudaba a Julia, más comenzaba a cargar con sus propios miedos y dudas. Se preguntaba si alguna vez alguien estaría ahí para ella, como lo estaba para los demás.
Al poco tiempo, otra amiga, Mía, también necesitaba consuelo. Las conversaciones nocturnas se regresaron más largas y las historias de dolor más profundas. Lucía nunca dijo que no, pero en el fondo, sentía que su propio corazón se vaciaba. Se quedaba despierta, mirando los amaneceres, preguntándose cuándo llegaría alguien que la entendiera de verdad, sin necesidad de explicaciones.
Con el paso del tiempo, Lucía se dio cuenta de que nunca se permitía ser vulnerable. Siempre era la amiga fuerte, la que estaba para consolar, pero nunca la que pedía ayuda. Sentía que sus amigas la consideraban como "la chica que siempre está" , sin pensar en lo que realmente necesitaba.
Un día, tras una larga noche consolando a Julia de nuevo, Lucía decidió contarle lo que sentía. Le explicó que aunque siempre estaba para los demás, a veces también sentía soledad, miedo y ganas de que alguien estuviera para ella.
Julia la miró sorprendida, y luego, en un tono ligero, dijo:
"Ay, Lucía, tú siempre estás bien. No te preocupes tanto por eso".
Y sin quererlo, esas palabras rompieron algo dentro de Lucía. Se dio cuenta de que su papel como consoladora siempre había sido su fortaleza, pero también su maldición. Nadie veía más allá de su sonrisa tranquila.
Lucía volvió a casa aquella madrugada, y en lugar de mirar el amanecer, cerró las cortinas. Sabía que el día llegaría igual, pero esta vez no lo quería ver. Se sintió más sola que nunca, atrapada en un ciclo en el que, aunque siempre estaba para los demás, nadie estaba realmente para ella.
El silencio de su habitación se hizo eterno. No hubo lágrimas, ni gritos. Solo una sensación abrumadora de vacío. Lucía se dio cuenta de que, en su intento de ser la amiga perfecta, había perdido algo valioso: a sí misma.
El sol se levantó, pero para Lucía, ese amanecer no trajo esperanza. Solo le recordaba que, por mucho que brillara el día, había silencios que nunca se llenarían.