Terranova

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Capítulo 1: La travesía misteriosa

El cielo se oscurecía lentamente mientras el gran buque de investigación Mistral avanzaba por las aguas del Pacífico. La embarcación, de un blanco desgastado por el salitre, era uno de los barcos más avanzados para la investigación oceanográfica de la Fundación Terranova, una organización que, por décadas, se había dedicado a explorar y proteger los ecosistemas marinos. Esta vez, sin embargo, no se trataba solo de una expedición más: a bordo viajaban cuatro adolescentes seleccionados para participar en un programa de verano destinado a fomentar el interés por la ciencia en jóvenes promesas de todo el mundo.

Tomás “Tom” Hernández, de 16 años, se asomaba por la barandilla del barco, contemplando el horizonte sin poder quitarse de la cabeza lo afortunado que se sentía. Para un chico de un pequeño pueblo de México, esta expedición representaba la culminación de su más grande sueño. Tom llevaba años obsesionado con los dinosaurios, desde que su abuelo le regaló una réplica de un fósil de un diente de Tyrannosaurus rex cuando tenía solo siete años. Desde entonces, cada libro, documental o artículo que encontraba sobre paleontología lo absorbía por completo.

—No puedo creer que esté aquí —murmuró para sí, con una sonrisa en los labios.

A su lado, Liam Carter, un chico de 17 años proveniente de California, lanzaba una pelota de béisbol al aire, sin prestarle demasiada atención al vasto océano que se desplegaba ante ellos. Liam era todo lo contrario a Tom: deportista, atlético, y más interesado en las emociones físicas que en los estudios científicos. No obstante, había decidido unirse al programa como una forma de hacer algo diferente durante el verano, lejos de la presión constante que sentía en su equipo de béisbol.

—¿Cómo puedes estar tan emocionado? —preguntó Liam, atrapando la pelota con facilidad—. Estamos en un barco que va quién sabe dónde y todo lo que tenemos que hacer es mirar agua.

Tom se rió, sin ofenderse.

—Porque es una oportunidad única. ¿Quién sabe qué descubriremos en esta expedición? Tal vez encontremos una nueva especie de coral o, mejor aún, restos fósiles en alguna de estas islas.

Liam hizo una mueca.

—Prefiero cuando jugamos a adivinar qué tan lejos estamos de la costa.

Mientras los dos chicos conversaban, Elena Vega, una chica española de 15 años, observaba la escena desde el otro lado del barco, apoyada en la barandilla con el ceño fruncido. Elena había sido prácticamente obligada a unirse a la expedición por su madre, una reconocida científica que trabajaba con la Fundación Terranova. Elena, sin embargo, no compartía el entusiasmo de su madre por la biología ni por las aventuras científicas. Para ella, esta expedición era más una pérdida de tiempo que una oportunidad.

—Ridículo —murmuró para sí misma, apartando la vista de Tom y Liam.

—¿Qué es ridículo? —preguntó Aya Nakamura, una chica japonesa de 16 años que se acercó a Elena con su típico andar silencioso.

Aya, al contrario de Elena, era una genio de la tecnología. Había ganado varios concursos de robótica y programación en su país, y su habilidad con los ordenadores y dispositivos electrónicos era incomparable. Aunque era reservada, su mente analítica nunca dejaba de trabajar. Se había unido a la expedición no por la naturaleza ni la biología, sino porque estaba intrigada por las nuevas tecnologías que la Fundación Terranova utilizaba en sus investigaciones.

—Todo esto —respondió Elena con un gesto vago hacia el océano—. Estamos aquí, en medio de la nada, sin ninguna garantía de encontrar algo interesante. Mi madre siempre me arrastra a este tipo de cosas, y honestamente, no entiendo el punto.

Aya ladeó la cabeza, observando a Elena con curiosidad.

—Quizás no es tan malo. Podríamos aprender algo nuevo.

Elena bufó, pero antes de que pudiera responder, el cielo comenzó a oscurecerse de manera inquietante. Las nubes negras se acumulaban rápidamente en el horizonte, y el aire, que había sido cálido y húmedo todo el día, se volvió frío y denso.

—¿Qué demonios es eso? —murmuró Liam, dejando de jugar con la pelota.

El grupo se reunió en la cubierta, observando cómo la tormenta se formaba de la nada, como si el propio océano hubiera despertado con una ira repentina. Los marineros a bordo empezaron a correr de un lado a otro, gritando órdenes en un idioma que los adolescentes no podían entender. Las olas crecían, chocando contra el casco del barco, y el Mistral comenzó a balancearse violentamente.

—¡Todos dentro! —gritó uno de los científicos del barco, señalando la puerta que conducía al interior de la embarcación.

Tom, Elena, Liam y Aya corrieron hacia la puerta, pero antes de que pudieran llegar, una ola monstruosa se levantó como un muro ante ellos, golpeando la cubierta y arrojándolos al suelo. El agua fría los envolvió, y el rugido del océano ahogó cualquier otro sonido. Tom sintió que el mundo giraba a su alrededor mientras luchaba por mantenerse a flote. Vio a Aya deslizarse por la cubierta y desaparecer en la oscuridad, y luego sintió que algo pesado lo golpeaba en la cabeza.

Todo se volvió negro.

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