Eco de Cenizas.
La mañana rompía el silencio del pequeño apartamento con una luz tenue que se colaba entre las cortinas, cubriendo cada rincón de la habitación como si el sol mismo quisiera acariciar la piel del joven que aún dormía, ajeno a todo. Su cama, siempre ligeramente desordenada, parecía una isla en medio del caos controlado de una vida modesta. Sin embargo, esa mañana algo era distinto. No se trataba solo del suave murmullo del viento que parecía respirar más profundo, ni del aroma del incienso que su madre solía encender para mantener el lugar en calma. Era algo más.
Cuando abrió los ojos, al principio no entendió lo que veía. Todo parecía estar en su lugar, excepto él. El cuerpo no se sentía conectado a la cama, ni al suelo, ni siquiera al espacio. Estaba suspendido, flotando, como si el aire a su alrededor lo hubiese tomado en sus brazos y le permitiera descansar en una burbuja de serenidad.
El corazón le dio un vuelco. ¿Qué estaba pasando? Casi podía oír el latido de su pecho resonando en sus oídos. No era natural. Cerró los ojos con fuerza, intentando obligarse a despertar del sueño que debía estar teniendo. "Esto no puede ser real", pensó, convencido de que aún dormía.
Pero cuando volvió a abrirlos, ya no estaba en su habitación. La realidad que conocía se había disuelto, transformada en un paisaje completamente nuevo. El cielo no era de un azul que pudiera describirse con palabras comunes, era un azul líquido, como si las estrellas hubieran descendido a mezclarse en su esencia. Alrededor, un campo de flores tan vasto como el océano se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con pétalos que no tenían un color fijo, sino que cambiaban con cada parpadeo, formando una sinfonía visual que hacía difícil concentrarse en cualquier otra cosa.
Trató de moverse, pero era como si sus pies no tocaran la tierra. La misma sensación de ingravidez que había sentido en su cama seguía con él. Era como si caminara sobre un lago de seda, suave y fluido. Miró a su alrededor en busca de respuestas, pero lo único que encontró fue silencio. Un silencio tan absoluto que el sonido de su respiración parecía casi invasivo en aquel entorno.
-¿Hola? -susurró, aunque la palabra apenas salió de sus labios. El sonido se desvaneció en el aire como si el lugar mismo lo absorbiera.
El chico avanzó entre las flores, tratando de calmar el temblor en sus manos. Una parte de él quería disfrutar de la belleza abrumadora que lo rodeaba, pero había algo profundamente inquietante en la quietud, algo que no podía nombrar. El horizonte permanecía inmutable, y ni el más leve viento movía los pétalos de las flores, aunque sus colores seguían danzando.
Entonces, la atmósfera cambió. A lo lejos, una figura apareció. Caminaba hacia él, despacio, como si el tiempo no tuviera prisa en ese lugar. El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda, aunque no entendía por qué. La figura se acercaba más y más, y conforme lo hacía, su apariencia se volvía más nítida.
Era una mujer. Llevaba un vestido blanco que ondeaba a su alrededor, aunque no había viento. Su rostro irradiaba una calma tan intensa que resultaba desconcertante. Y sus ojos... sus ojos estaban llenos de un dolor tan profundo que, al mirarlos, el chico sintió como si algo dentro de él se rompiera.
-¿Dónde estoy? -preguntó, su voz más firme esta vez.
La mujer lo observó por un largo momento antes de hablar.
-Estás en el lugar entre -respondió suavemente, como si cada palabra estuviera pensada cuidadosamente.
-¿Entre qué? -insistió él, sintiendo que la respuesta era crucial.
Ella dio un paso más cerca y levantó la mano. Antes de que pudiera reaccionar, la apoyó suavemente sobre su pecho. El toque fue cálido, pero de inmediato un torrente de imágenes lo invadió: su pequeña habitación, la luz tenue de la lámpara de su madre parpadeando, el sonido de unas pisadas apresuradas, el crujido de la madera, y luego... el fuego.
Todo se volvió fuego. Su piel, su mundo, sus recuerdos. La habitación en la que había crecido, el pequeño espacio que había compartido con su madre, todo envuelto en llamas que lo consumían con una voracidad implacable. Sintió el calor asfixiante, el humo que llenaba sus pulmones, y luego, la nada.
El joven cayó de rodillas, jadeando, como si intentara respirar el aire que ya no estaba allí. La imagen del incendio aún se aferraba a su mente, las llamas danzando como si fueran fantasmas del pasado. Las lágrimas ardían en sus ojos.
-Morí... -susurró, la palabra colgando en el aire, pesada como una sentencia.
La mujer asintió, su mirada nunca apartándose de él.
-Lo siento... lo siento tanto -gimió, con la voz quebrada, recordando a su madre, su risa, su calor. Sabía que ella había estado en el apartamento, que todo había pasado tan rápido, pero no lo suficiente como para salvarse.
El dolor lo atravesó como un cuchillo afilado, pero al mismo tiempo, una extraña paz comenzó a filtrarse a través de las fisuras de su desesperación. Comprendía, por primera vez, que ese mundo en el que se encontraba no era ni una recompensa ni un castigo. Era simplemente... un eco.
-Tu madre está viva -la mujer habló otra vez, sus palabras suaves, pero ineludibles-. Ella sobrevivió.
El chico levantó la vista, el dolor y la esperanza luchando en su interior. Quería preguntar tantas cosas, pero las palabras no salían. Solo pudo asentir, aceptando la verdad de su destino.
-Este lugar es tuyo ahora. Aquí no hay tiempo, no hay sufrimiento, solo el recuerdo de lo que fue. -La mujer dio un paso atrás-. Pero ella te llevará siempre en su corazón, y mientras te recuerde, no estarás realmente solo.
Los colores a su alrededor comenzaron a fundirse, como si el paisaje mismo entendiera que ya no necesitaba ser tan vívido. Las flores seguían su danza silenciosa, pero el cielo comenzaba a desvanecerse, tornándose en un lienzo más tenue, más etéreo.
El joven cerró los ojos de nuevo, permitiendo que las últimas lágrimas cayeran. Sabía que su madre lo extrañaría, que sufriría, pero también sabía que ella encontraría la manera de seguir adelante. Así como él debía hacerlo, en aquel lugar donde el fuego no podía alcanzarlo, donde el eco de su vida perduraría.
Y en ese último momento, con una profunda exhalación, permitió que el silencio lo envolviera, aceptando que aquel campo surrealista sería su nuevo hogar, un lugar donde el tiempo ya no tenía poder y donde, finalmente, encontraría la paz.
Fin.