Destellos en el Tiempo.
El primer encuentro fue inesperado. Lo había visto desde lejos, siempre caminando con una energía contagiosa, como si el viento mismo lo empujara en sus pasos rápidos y decididos. Los atardeceres en el parque nunca fueron tan brillantes como el día en que cruzaron miradas por primera vez. Fue casual, pero un magnetismo inexplicable lo dejó congelado en el lugar. Había algo en esos ojos, una chispa de vida que parecía devorar el mundo con ansias.
El destino, siempre caprichoso, los unió en una cafetería unos días después. El mismo lugar, el mismo momento. Las coincidencias a veces no lo son tanto. Ambos ordenaron café, uno con demasiada azúcar y el otro negro como la noche. Esa pequeña diferencia les hizo sonreír cuando uno hizo un comentario sarcástico sobre el dulzor de la vida. Desde ese momento, las palabras fluyeron como si ya se conocieran desde hacía años.
Las semanas pasaron, y con ellas, las caminatas por la ciudad se volvieron rutinarias. Conversaciones sobre películas antiguas, libros inacabados y sueños que parecían estar a una conversación de distancia. El aire siempre parecía más fresco, los colores más vivos cuando estaban juntos. Una complicidad que creció como enredaderas entrelazadas, silenciosa pero inevitable.
Había algo en él, algo que lo hacía ver el mundo de manera diferente. Su risa era una melodía que no podía sacar de su cabeza, y cada vez que lo tocaba, aunque fuera de manera casual, sentía una electricidad recorrerle el cuerpo. Era como si estuviera aprendiendo lo que era amar por primera vez, a través de los ojos de alguien que parecía entender la vida de un modo que él jamás había conocido.
Con el tiempo, las distancias físicas se acortaron. Los pequeños roces de manos se convirtieron en caricias, y las sonrisas cómplices en besos que llenaban de luz los días. Las noches bajo las estrellas, con promesas susurradas al oído, hacían que todo pareciera infinito. Era perfecto, demasiado perfecto quizás.
Una tarde, mientras paseaban cerca de un lago que reflejaba el cielo como un espejo, notó algo extraño. Sus pasos, normalmente llenos de energía, se habían vuelto lentos, casi pesados. Pensó que era solo el cansancio, algo pasajero, y no quiso preguntar más allá. No quería romper la burbuja de felicidad en la que estaban atrapados. Pero la siguiente semana, la fatiga no desapareció. Los ojos, siempre brillantes, comenzaron a apagarse poco a poco. Los abrazos se volvieron más débiles, como si el cuerpo se desvaneciera en sus brazos.
La preocupación fue inevitable, pero cada vez que intentaba preguntar, siempre había una excusa. "Solo un resfriado", "ha sido una semana pesada", "nada de qué preocuparse". Las respuestas eran vagas, pero la sonrisa seguía presente, forzada, pero ahí.
Hasta que un día, la verdad no pudo ocultarse más.
Estaban sentados en un banco frente al mismo lago donde solían reír. El silencio entre ellos era distinto, pesado. El viento soplaba con suavidad, pero el aire estaba cargado con una tensión que ninguno de los dos sabía cómo descomprimir. Fue entonces cuando, casi en un susurro, escuchó las palabras que cambiarían todo.
-Tengo cáncer.
El mundo se detuvo. No fue una revelación dramática, no hubo lágrimas inmediatas, solo un frío que le recorrió la columna como si de pronto todo lo que conocía se tambaleara. Quería hablar, quería decir algo, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta.
La realidad cayó como una piedra. Todo el tiempo que habían pasado juntos, todos esos momentos perfectos, habían estado rodeados de una nube de oscuridad que él ni siquiera había visto. Lo miró, intentando procesar la información, y vio cómo los ojos del chico se llenaban de lágrimas. Lágrimas que habían sido retenidas por tanto tiempo.
-Lo siento... no quería que te preocuparas. No quería que esto definiera lo que somos.
Cada palabra dolía más que la anterior. Quería gritar, quería preguntar por qué no lo había dicho antes, por qué había mantenido esa mentira, pero al mismo tiempo entendía. Entendía que él solo había querido vivir esos momentos sin la carga de una enfermedad que lo acechaba. Quiso abrazarlo, pero su cuerpo se sentía rígido, como si aún estuviera atrapado en el shock.
Pasaron los días. Las visitas al hospital se hicieron parte de su rutina, los silencios incómodos en la sala de espera, las miradas compasivas de los doctores que sabían más de lo que decían. Cada diagnóstico era un golpe al estómago, y cada vez que veía cómo los tratamientos lo debilitaban más, sentía que el tiempo se le escapaba de las manos. Pero a pesar de todo, él seguía sonriendo. Seguía bromeando sobre cosas triviales, buscando cualquier excusa para hacerle reír. Quería que el tiempo que les quedaba juntos fuera especial, que no se viera empañado por la tragedia que se avecinaba.
Pero el tiempo es cruel, y no esperó más de lo necesario.
Una noche, mientras lo sujetaba de la mano, sintió el cuerpo frágil temblar bajo las sábanas del hospital. La respiración se volvió errática, y aunque sus ojos seguían abiertos, la mirada parecía distante, como si ya estuviera en otro lugar. El chico intentó hablar, pero su voz apenas era un susurro.
-Quería más tiempo contigo.
Esas palabras rompieron todo dentro de él. Se inclinó, besándolo una última vez en la frente, deseando poder detener el tiempo, hacer que el mundo se detuviera en ese instante. Pero no pudo. El último aliento salió de su cuerpo, y en ese momento, sintió que el suyo también se iba con él.
El funeral fue una tormenta de lágrimas contenidas, de rostros que no conocía pero que estaban ahí para despedir a alguien que había dejado una huella profunda en cada uno de ellos. Se mantuvo apartado, observando en silencio cómo el ataúd descendía al suelo, llevándose consigo cada esperanza, cada promesa rota, cada palabra no dicha.
Los días siguientes fueron una nebulosa de recuerdos y vacío. A menudo se encontraba a sí mismo caminando por los mismos lugares donde habían estado juntos, escuchando los ecos de sus risas, sintiendo el calor de sus manos. Pero todo era diferente. El parque, el lago, la cafetería... cada rincón estaba lleno de fantasmas de lo que había sido y ya no sería.
Una mañana, mientras revisaba algunas de sus cosas, encontró una carta. La caligrafía era inconfundible. Con manos temblorosas, abrió el sobre y comenzó a leer.
"Siempre supe que no teníamos mucho tiempo. Y, sin embargo, cada segundo contigo fue suficiente para hacer que toda mi vida tuviera sentido. Perdóname por no decirte antes, pero no quería que la enfermedad nos definiera. Quería que nos quedáramos con los momentos felices, los buenos. Y espero que, cuando pienses en mí, no me recuerdes en un hospital, sino en los días en los que reímos bajo el sol. Gracias por amarme, aunque sabías que me iba. Me diste más de lo que jamás podré retribuir. Hasta siempre."
Las lágrimas finalmente cayeron, y esta vez no intentó detenerlas. Sabía que, aunque el tiempo que compartieron fue breve, había sido suficiente para cambiarlo para siempre.
Fin.