Capítulo 2 - Rory Rapsen

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El más pequeño de los calderos empezó a borbotear con su sonido característico. Para esa mezcla, era importante controlar el tiempo de ebullición, así que saqué el reloj de la chaqueta y empecé a contar los segundos al unísono del tictac del mecanismo.

―Y veintitrés. ―Giré la manecilla que extinguía las llamas. Sin más, la superficie del líquido se volvió completamente lisa de nuevo―. El color es perfecto.

Vertí el contenido en varios viales y, tras comprobar que todo estaba bien, guardé los que no iba a necesitar inmediatamente en la despensa.

―¿Puedo ya? ―Mirei inclinó el mentón hacia una de las dos probetas que colgaban de la estructura metálica―. Tengo que salir pronto hoy.

―Si quieres quemarte la tráquea, adelante. ―Me encogí de hombros, sin poder evitar soltar un bostezo―. Aunque aún está asentándose un poco. Será más efectivo, y probablemente sepa mejor, si esperas un par de minutos más.

Desoyendo mi consejo, la chica dio un irresponsable trago, maldijo la temperatura y farfulló algo que casi cualquiera podría haber considerado ininteligible. Por suerte, tantos años de convivencia me había permitido entender que sus planes para la mañana la llevaban al centro de la ciudad a por unos materiales que iba a necesitar para su próximo proyecto y que le preocupaba que le dejaran sin las mejores piezas.

―Cuento contigo para comer. Hoy hay costillas de krut ―fue lo único que le respondí, con una mirada desganada―. Y si vas a abusar de la pobre fragua otra vez, asegúrate de traer combustible de sobra. Hoy tengo mucho trabajo y las malas pulgas de todos los lunes. No me apetece quedarme a oscuras hasta las tantas y que me despiertes para transmutar carbón otra vez.

―Descuida ―se despidió alzando la mano, sin siquiera mirar en mi dirección.

―Ojalá pudiera hacer eso. ―Incliné mi probeta para examinarla con cuidado a contraluz y di un satisfactorio trago―. Pero no me dejas ni tomarme el café con tranquilidad.

***

Terminé el desayuno con parsimonia y fui a girar el pequeño cartel del local que indicaría que ya estaba abierto. Aunque el taller no tuviese un horario fijo, me daba cierta paz mental mantener una agenda más o menos estable. No obstante, era raro tener clientes antes de mediodía.

Sin embargo, como muchos dicen, son las excepciones lo que hacen la vida interesante. Casi como si fuera consciente de mis hábitos, al escaso minuto de anunciar que el taller ya atendía al público girando su cartel, la campana de la entrada tronó con fuerza.

De hecho, el tirón había sido tan enérgico que repiqueteó durante unos segundos. Alguien debía tener muchas ganas de verme.

―Buenas. ―Una voz femenina se adelantó a la apertura de la puerta―. Atelier Risenia, ¿estoy en lo cierto? Un nombre curioso para este local.

Suspiré con desgana.

―No hacemos ropa, no ―Y, tras echar un vistazo de arriba abajo a la visitante, añadí―. Aunque la hiciéramos, estoy convencido de que no podría atender peticiones tan nobiliarias.

Era raro ver a alguien de tan alta cuna pasearse por las afueras de Coaltean. O, al menos, a alguien tan lego a la hora de disimularlo. Estaba claro que su lenguaje corporal, cuidado hasta el más mínimo detalle, era una declaración de intenciones. No pretendía ocultar su etiqueta un ápice, de la misma forma que su vestuario (que convertía la simpleza de un jersey, un chaleco de cuero, unos pantalones cortos y unas medias en una obra de alta costura) era incapaz de alejarse de la ostentación de los más modernos ornamentos.

Aun así, también portaba una bata de alquimista. Una que haría palidecer a todo mi equipamiento y que dejaría en el más absoluto de los ridículos incluso a las pocas prendas formales que teníamos en el armario, claro está. Por muchas reservas que tuviera con la visitante, no dejaba de portar el atavío de alguien que practica la ciencia. ¡Incluso veía cómo algunos viales brillaban en sus bolsillos internos! ¿Quizá la estaba juzgando demasiado pronto?

Alquimistas del Diluvio EstelarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora