Capítulo VI

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Después de tanto tiempo, no acierto a comprender cómo pude dominar mi terror y dormir sola en mi habitación aquella noche. Recuerdo perfectamente que puse el amuleto debajo de mi almohada y que me quedé casi inmediatamente dormida, con un sueño mucho más profundo que la noche anterior. También la noche siguiente fue tranquila.

Dormí profundamente, pero me desperté cansada y melancólica; aunque no puedo decir que fuese una sensación desagradable.

Las imágenes de mis sueños se desvanecían con la rapidez que se evapora el rocío matutino, aunque los pocos retazos que lograba rescatar, estaban invadidos con una mirada oscura y enigmática, y la agitación que había sentido cuando la figura femenina me tocó.

— También yo he pasado una noche magnífica — me dijo Sarocha por la mañana—.

He cosido el amuleto a mi camisón. La noche anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura imaginación. Creía que los sueños eran engendrados en nosotros por el espíritu del mal, pero el médico me dijo que no es cierto. Se trata de una fiebre o una enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella señal de alarma.

— ¿Y por qué crees en la eficacia del amuleto?

— Supongo que está empapado en alguna droga que sirve de antídoto contra la malaria.

— Pero, ¿actúa solamente sobre el cuerpo?

— Desde luego. ¿Crees que los espíritus maléficos se asustarían de unas cintas de colores o de un poco de perfume barato? No, seguro que no. Esos males flotan en el aire, atacan primero a los nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan instalarse definitivamente, el antídoto entra en acción y los destruye. Estoy convencida de que ése ha sido el efecto del amuleto. No se trata de magia, sino de un remedio natural.

Durante algunas noches más dormí perfectamente. Pero cada mañana sentía el mismo cansancio, como si hubiera realizado múltiples acciones nocturnas, y todo el día estaba dominada por la misma sensación de languidez. Me parecía haber cambiado. Una extraña melancolía se apoderaba de mí.

La idea de la muerte se abría camino en mi mente. El estado en que me hallaba sumida era triste, pero también dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba. No quería admitir que estaba enferma, ni decírselo a mi padre; ni llamar al médico.

Durante aquellos días, Sarocha me prodigó sus atenciones mucho más que antes y sus momentos de exaltación fueron también más frecuentes. Sin darme cuenta, la enfermedad se había apoderado de mí, la enfermedad más extraña que jamás haya afectado a un ser mortal. Me acostumbraba cada vez más a la sensación de cercanía de Sarocha, como si necesitara su presencia lo más próxima a mi piel.

La primera transformación que descubrí en mí era casi placentera; algo parecida a la curva que inicia el descenso al infierno. Mientras dormía experimentaba una vaga y curiosa sensación. Generalmente era un súbito temblor, agradable, helado, como el que se experimenta cuando uno se baña en un río y nada contra la corriente. Una serie de sueños que parecían interminables seguían al temblor, pero ya he dicho que escapaban de mi memoria. Eran sueños tan confusos que nunca conseguía recordar, después, ni el escenario, ni los personajes, ni sus actos. Sólo esa mirada.

Los únicos recuerdos que me quedaban de todos esos sueños eran la sensación de haber permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado con gente a la que no podía ver y el eco de una voz femenina tan profunda que parecía hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me sojuzgaba siempre. A veces sentía el roce de una mano que me acariciaba las mejillas; otras, la presión de unos labios ardientes que me besaban, más apasionadamente a medida que los besos descendían hacia mi garganta, continuaban su rumbo hacia mi abdomen, mi cintura y ya llegando a mi pubis, la respiración me fallaba. Allí sentía el último beso.

Sarocha | FreenBecky (adap)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora