Capítulo VII

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Como Sarocha no quería que ninguna sirvienta pasara la noche en su habitación, mi padre ordenó que uno de los criados durmiera delante de la puerta de su dormitorio, a fin de que la muchacha no pudiera salir sin ser vista por nadie. Aquella noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, el médico, que mi padre había enviado a buscar sin yo saberlo, vino a visitarme. La señora Mhe me acompañó a la biblioteca, donde me aguardaba el doctor. Le expliqué lo que me sucedía de un tiempo a esta parte, y mientras avanzaba en mi relato noté que su aspecto se hacía más pensativo. Nos hallábamos ante una ventana, uno al lado del otro.

Cuando terminé de hablar se apoyó en la pared y me miró con un interés que dejaba traslucir cierto horror. Tras meditar unos instantes, mandó llamar a mi padre. Éste llegó sonriendo, pero su sonrisa desapareció al ver la expresión preocupada del médico.

Inmediatamente se enfrascaron en una conversación que sostuvieron en voz baja, como si temiendo que la señora Mhe o yo, que nos manteníamos apartadas, pudiéramos oír lo que hablaban.

De pronto, mi padre volvió los ojos hacia mí. Estaba pálido y parecía intensamente preocupado.

— Rebecca, querida, acércate.

Obedecí, sintiéndome alarmada por primera vez, ya que a pesar de mi creciente debilidad no creía estar enferma.

— Me ha dicho usted antes que tuvo la sensación de que le clavaban dos alfileres en el cuello, la noche en que sufrió aquella pesadilla — me dijo el médico —. ¿Le duele aún en el lugar donde sintió los pinchazos?

— No, en absoluto — respondí.

— ¿Puede señalarme con el dedo el punto exacto?

— Debajo mismo de la garganta, aquí — respondí. Llevaba un vestido de cuello alto, que cubría la parte señalada.

— ¿Quiere pedirle a su padre, por favor, que le desabroche el cuello? Es necesario que conozca todos los síntomas.

Obedecí: el punto señalado estaba unas dos pulgadas más abajo del cuello.

— ¡Dios mío! — exclamó mi padre, palideciendo.

— ¿Se da usted cuenta? — inquirió el médico, con expresión de triunfo.

— ¿Qué pasa? — pregunté, alarmada.

— Nada, señorita, no hay más que una pequeña marca azulada, tan diminuta como una cabeza de alfiler — dijo el médico. Y, volviéndose hacia mi padre, añadió:

—Veremos lo que se puede hacer.

— ¿Es peligroso? — insistí, angustiada.

— No lo creo — respondió el médico —. Estoy convencido de que mejorará rápidamente. Quisiera hablar con la señora Mhe —añadió, dirigiéndose a mi padre. Mi padre llamó a la señora Mhe. — La señorita Rebecca no se encuentra tan bien como sería de desear — le dijo el médico — No creo que sea nada de cuidado. Sin embargo, hay que adoptar ciertas precauciones, en beneficio suyo. Es indispensable que no deje sola a la señorita Rebecca ni un solo instante. Por ahora, es el único remedio que puedo prescribir, pero deseo que cumpla mis instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?

Mi padre salió para acompañar al médico. Les vi cruzar el puente levadizo, absortos en una animada discusión. Luego vi cómo el médico montaba a caballo, saludaba a mi padre y se alejaba hacia oriente. Casi al mismo tiempo llegó el correo de Chana Thani, con un paquete de correspondencia para mi padre. 

Media hora después, mi padre se reunió conmigo: tenía una carta en la mano.

— Es del general Asavarid — dijo —Llegará mañana, o quizás hoy mismo.

Sarocha | FreenBecky (adap)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora