La Fiesta

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Eduardo entró en la sala principal de la casa de sus papás, con las llaves de la camioneta en la mano y la mente distraída

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Eduardo entró en la sala principal de la casa de sus papás, con las llaves de la camioneta en la mano y la mente distraída. Las paredes, llenas de recuerdos familiares, parecían hablarle de los días en que todo era más sencillo.

—Regresó ... voy a ver a Lucero —dijo, mientras su madre lo miraba.

—¿Regresas o te quedas en la casa de México? —preguntó su padre desde la cocina, siempre atento.

—No sé, depende a qué hora me desocupe... —respondió, evitando profundizar en detalles—. Podría invitarla a desayunar mañana.

—Justo esto te iba a decir —respondió su madre con una sonrisa enorme.

Eduardo salió de la casa y se subió a la camioneta. Mientras tomaba el camino hacia la Ciudad de México, dejó que las viejas canciones que tanto le gustaban llenaran el espacio. Era una de esas melodías nostálgicas de antaño, de esas que su abuelo solía cantar en las fiestas familiares. Aceleró un poco más, sintiendo el alivio que solo la carretera le daba. No quería pensar demasiado, solo quería disfrutar del trayecto, dejar que la música lo transportara.

Eduardo llegaba a la casa de Lucero cuando notó que había una pequeña fiesta en marcha. Incluso había valet parking. Cuando Lucero le dijo de la fiesta se imaginó una pequeña fiesta no este despliegue descomunal de reunión.

Sonrió para sí mismo, pensando en cómo era típico en la vida de Lucero estar siempre rodeada de actividad, de gente; aunque a ella no le encantara y disfrutara más de ver una película en su casa.

Estaba a punto de bajar de la camioneta cuando sintió un golpe suave en el vidrio, lo que lo sobresaltó. Giró rápidamente, bajando la ventanilla, y allí estaba Lucero. Llevaba un jumpsuit de mezclilla corto, decorado con pequeños animalitos. La miró de arriba abajo, deteniéndose un segundo más de lo necesario.

—¿Qué? —preguntó Lucero, con una leve rubicundez en las mejillas, mientras se encogía de hombros—. ¿Le lavo la camioneta señor?

Eduardo rió, encantado por la frescura y naturalidad que siempre lo desarmaba.

—Claro, solo no me digas señor; me llamo Eduardo; pero solo si puedo robarme esos pequeños detalles que llevas en tu ropa. —Dijo señalando las catarinas bordadas.

Lucero soltó una carcajada ligera, mostrando esos ojos que a Eduardo tanto le fascinaban.

—¿Mis catarinas? —preguntó, con esa sonrisa juguetona—. Son súper estéticas, ¿a poco no? Y por último me han enseñado a hablarle con respecto a mis mayores

—Lucero: por favor; pero la verdad Me encantan esas catarinas. —Eduardo sonrió, ladeando la cabeza—. Si me las vas a mostrar así, no quiero bajarme de la camioneta. Puedo esperarte aquí en primera fila mientras lo haces.

El hilo del destino. LaluceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora