La tarde caía suavemente sobre ellos mientras Adrián y Helena caminaban por las tranquilas calles que los llevaban de regreso. Los murmullos de la ciudad se convertían en un telón de fondo para su conversación, mientras sus pasos se acompasaban con una serenidad que solo se lograba cuando estaban juntos. Las bolsas de libros en la mano de Helena eran el recordatorio de su pequeño recorrido por la librería, ese lugar donde sus caminos se habían cruzado por primera vez.
Al llegar a la puerta de la casa de Helena, ambos se miraron con una sonrisa cómplice, como si compartieran un secreto que solo ellos comprendían. Adrián saludó a los padres de Helena con cortesía y amabilidad, estableciendo esa conexión especial que sabía era importante para ella. Las miradas entre todos ellos hablaban de respeto, y de la promesa de un amor genuino que buscaba entrelazarse con sus vidas. Después de intercambiar algunas palabras, y bajo la atenta mirada de sus padres, Adrián se despidió con una ligera reverencia, dejándola con una sensación de ternura en el corazón.
Helena se dirigió a su habitación, ansiosa por perderse entre las páginas de aquellos libros que, en su elección, se habían convertido en regalos de amor. Sabía que Adrián la entendía de una forma única, que conocía cada una de sus pasiones y la animaba a seguir sus sueños sin restricciones. En cada página, en cada línea de aquellas historias que ahora sostenía entre sus manos, podía sentir el cariño de Adrián. Sentía que cada libro contenía un mensaje silencioso, un fragmento de amor, como si él mismo los hubiera elegido para reflejar aquello que no siempre se podía expresar con palabras.
La noche avanzaba lentamente, y el eco de las palabras compartidas con Adrián se volvía un susurro constante en su mente. Entonces, inesperadamente, el teléfono de Helena vibró. Era Adrián. Su voz, cálida y segura, le hablaba al otro lado de la línea con una dulzura que lograba arrancarle sonrisas en cada palabra.
—¿Qué te pareció nuestra tarde? —preguntó él con tono juguetón.
—Fue perfecta, Adrián —respondió ella con una sinceridad que se reflejaba en su voz—. No podría haber sido de otra manera.
Y así, mientras la noche avanzaba, continuaron hablando. Adrián le contaba historias de su infancia, anécdotas que provocaban risas espontáneas y confesiones que hacían que ambos se sintieran cada vez más unidos. Entre risas y confidencias, fueron desnudando sus almas, revelando esos aspectos de sus vidas que habían permanecido en silencio hasta ahora. La conversación fluía como un río en calma, y el tiempo parecía detenerse mientras sus voces llenaban el espacio vacío de la habitación de Helena.
Pasaron las horas, y aunque el sueño comenzaba a asomarse, ninguno de los dos quería colgar. Sin embargo, sabían que debían descansar, así que, antes de despedirse, Adrián dejó escapar una última frase:
—Pronto, Helena, te demostraré algo que jamás olvidarás.
Helena sonrió, sin saber exactamente a qué se refería, pero la expectativa quedó flotando en el aire como una promesa.
Al día siguiente, ambos volvieron a encontrarse, esta vez en un rincón del parque donde la luz del sol atravesaba las hojas, creando sombras danzantes a su alrededor. Era un día perfecto, y Adrián, con una delicadeza que solo él poseía, tomó la mano de Helena y la guió hasta un banco apartado. Allí, entre susurros y miradas que lo decían todo, él sacó un pequeño sobre de su bolsillo, y se lo entregó sin decir una palabra.
—¿Es… otra carta? —preguntó Helena, con los ojos brillantes de emoción.
Adrián asintió con una leve sonrisa, mientras la observaba sostener el sobre con un cariño especial, como si guardara un tesoro. Pero antes de abrirlo, él posó su mano sobre la de ella y la miró fijamente.
—Léela cuando estés sola —le susurró, su voz llena de una ternura que la envolvía por completo—. Es solo para ti.
Esa noche, Helena se recostó en su cama, con el sobre en sus manos, y el corazón palpitando con fuerza. Era como si cada letra de esa carta estuviera destinada a encender su alma, a susurrarle promesas de amor eterno. Lentamente, abrió el sobre, y sus ojos comenzaron a recorrer las palabras escritas por Adrián.
“Mi querida Helena,” empezaba la carta, “desde que apareciste en mi vida, siento que el tiempo cobra otro sentido. Eres como una estrella que ilumina incluso en las noches más oscuras, un refugio para mi alma, y cada día junto a ti se convierte en una aventura sin final. Quiero que sepas que, a tu lado, todo cobra sentido, y deseo seguir construyendo contigo los capítulos de nuestra historia.”
Las palabras de Adrián le llegaron al alma, y mientras continuaba leyendo, sentía cómo cada frase se quedaba grabada en su memoria, como un poema que jamás olvidaría. Pero al llegar al final de la carta, sus ojos se detuvieron en una última frase que le arrancó un suspiro.
“Helena, si me lo permites, quiero entregarte mi mundo, quiero ser tu refugio y construir junto a ti un amor eterno. Sé que esto solo es el inicio, y prometo que en cada paso estaré a tu lado, apoyándote, amándote, y recordándote que eres mi razón de ser. Y esta es solo una promesa de todo lo que está por venir…"
Helena cerró los ojos y, al sostener la carta cerca de su pecho, sintió una paz indescriptible. Sabía que estaba frente a un amor como pocos, un amor que solo se encuentra una vez en la vida.
Y aunque deseaba permanecer en ese momento para siempre, una nueva emoción comenzaba a formarse en su interior. Había algo en aquella carta, en las palabras y en la promesa de Adrián, que la hacía soñar con un futuro juntos, uno en el que cada día traería consigo una nueva razón para sonreír, para vivir y para amar.
La noche avanzaba, y Helena se dejó llevar por el suave abrazo de los sueños, con la carta de Adrián entre sus manos y el corazón lleno de amor y esperanza.
ESTÁS LEYENDO
Destinos entretejidos.
RomanceA lo largo de diferentes épocas y encarnaciones, dos almas se han buscado una y otra vez, sin saberlo del todo, pero con la sensación constante de que algo les falta. Cada vez que se encuentran, sus corazones laten al unísono, y aunque no siempre pu...