Pasillos

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La luz del amanecer apenas rozaba los ventanales altos y estrechos del hospital, como si temiera filtrarse en aquel lugar. Los primeros rayos parecían fríos, pálidos, incapaces de ahuyentar la penumbra que se adueñaba de cada rincón. Las paredes, revestidas de un color que alguna vez fue blanco, parecían absorber la luz como si se alimentaran de ella, tiñendo todo de un tono opaco y grisáceo.

El silencio era espeso, interrumpido solo por el zumbido persistente de las luces fluorescentes que parpadeaban en los pasillos. Aquel parpadeo irregular era el pulso del hospital, un ritmo lento y forzado, como si incluso la electricidad en aquel lugar luchara por escapar. Al fondo de cada corredor, las sombras parecían cobrar vida, estirándose con los destellos de luz, acechando desde las esquinas, observando, esperando.

El aire estaba cargado de un olor que no era precisamente limpio, sino una mezcla agria de productos desinfectantes, humedad añeja y algo más, algo oscuro que no podía identificarse del todo, pero que calaba en la piel y se aferraba a la ropa. Era un olor que parecía adherirse a los recuerdos, a las mismas paredes, atrapando en el tiempo cada susurro de desesperanza que se había pronunciado entre aquellas paredes.

Por el suelo, el eco de pasos resonaba de vez en cuando, el sonido de botas rígidas que recorrían los pasillos en un vaivén monótono. Los guardias, impasibles, patrullaban con sus miradas vacías, como si ellos mismos formaran parte del edificio. Eran figuras grises, sombras andantes, tan indiferentes como los médicos y enfermeras que pasaban de un paciente a otro sin apenas detenerse, dejando tras de sí el murmullo de palabras clínicas y órdenes secas. Nadie preguntaba, nadie respondía, solo la rutina pesaba, implacable, sobre todos.

En alguna habitación, alguien murmuraba en un tono bajo y desesperado, casi como un rezo. Las voces de los pacientes flotaban de celda en celda como susurros atrapados, ecos que subían y bajaban con el ritmo del lugar, palabras sin respuesta, sin salida. Allí, cada puerta era un cerrojo y cada ventana una ilusión.

Un médico de bata gris caminaba lentamente por el pasillo central, sus ojos fríos revisaban, observaban, evaluaban, sin atisbo de compasión. Se detenía en ocasiones, echando un vistazo a través de las pequeñas ventanas de cada puerta. Para él, cada paciente era un experimento y cada experimento, un paso más en su propio juego de poder. Con sus lentes rectos y su porte imperturbable, no se trataba de un hombre, sino de una extensión de aquel hospital, una sombra más en ese ciclo interminable.

Al final de uno de esos pasillos, dos puertas se encontraban cerradas, cada una con un nombre grabado en una placa metálica desgastada. Dos almas atrapadas en aquel lugar sin tiempo, sin memoria, sin salida. Cada día, cada hora, eran llamados a una sala con paredes insonorizadas donde las voces de los médicos los sumían más y más en la oscuridad de sus propios pensamientos.

Aquí, en el hospital, no existía el tiempo ni la compasión. Solo existía el silencio, los pasos, los susurros de dolor, y esa sombra inmutable que les recordaba que no había escape, que los muros eran altos y la luz, en realidad, era tan solo una ilusión pasajera.

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Pasillos del psiquiátrico

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