Devereux

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A través del corredor central, avanzaba con paso lento y preciso el doctor Devereux. La bata gris, perfectamente planchada y sin una sola arruga, caía sobre sus hombros como una túnica sagrada. Su caminar era rígido y controlado, cada paso calculado, cada gesto envuelto en una especie de ceremonia privada. Los guardias y el personal que encontraba en su camino desviaban la mirada con una mezcla de respeto y una discreta inquietud. Nadie osaba cuestionarlo; su sola presencia llenaba el ambiente de una solemnidad sofocante.

Devereux era un hombre alto y delgado, de rostro afilado y mejillas ligeramente hundidas, que le daban un aire casi cadavérico. Sus ojos, profundos y oscuros, parecían escrutar más allá de lo visible, como si pudieran ver en los rincones más oscuros de la mente humana. Cuando alguien lo miraba directamente, tenía la sensación de que aquellos ojos los desnudaban hasta el alma, exponiendo sus pensamientos y debilidades más íntimas. Y aunque en sus labios rara vez se dibujaba una sonrisa, cuando lo hacía, sus comisuras se curvaban en un gesto frío y distante, casi como una mueca forzada.

-Los pobres seres desdichados que encontramos aquí, señores, no son más que almas extraviadas en un limbo de su propia creación -solía decir en tono pausado y reverencial, con una voz profunda y perfectamente modulada que resonaba por los pasillos-. Y es nuestro deber, por más arduo que resulte, liberarlos del yugo de sus miserias internas. Es una misión noble, excelsa, que solo los verdaderamente iluminados pueden llevar a cabo.

Había algo en el lenguaje de Devereux que rayaba en lo excesivo, en lo ridículamente solemne, pero ni una sola persona osaba burlarse de ello. Para él, aquel hospital no era un simple establecimiento médico; era un templo, y él, su pastor, su mesías. Aquellos pacientes no eran enfermos, sino "almas errantes" atrapadas en una "pesada oscuridad," almas que él mismo debía guiar hacia la redención... o eso creía él.

Mientras se detenía en cada puerta, sus dedos largos y huesudos rozaban el marco, y luego, al asomarse por las pequeñas ventanas de las celdas, lanzaba una breve oración silenciosa, o al menos eso parecían sus susurros ininteligibles. Creía que podía ver la corrupción que infestaba a sus "feligreses" con solo una mirada. Y en susurros que nadie alcanzaba a escuchar, murmuraba:

-Oh, seres tan lamentables, tan perdidos... que Dios, o quienquiera que esté allá arriba, me conceda el poder de purificaros -y entrecerraba los ojos, como si esa oración fuera un acto solemne de absoluta pureza.

Para el doctor Devereux, su presencia era un sacrificio, una prueba de su propia magnanimidad. Los demás médicos y enfermeras lo miraban con un respeto que bordeaba el temor. Era el doctor jefe, el responsable de las decisiones más severas, el que dictaminaba quién debía ser sometido a los "tratamientos especiales," los mismos que otros preferían evitar. Devereux lo hacía con una frialdad tal que a menudo se susurraba que, si alguien sufría en ese hospital, era bajo el consentimiento absoluto de aquel hombre que lo llamaba "una bendición en disfraz."

Cuando caminaba por los pasillos, susurraba fragmentos de discursos, a veces dirigidos a nadie en particular:

-Son tantos los que sufren... y tan pocos los que tienen el privilegio de recibir mi intervención. Oh, si el mundo comprendiera la grandeza de este lugar... de mi obra.

Sin embargo, detrás de esa formalidad y aparente devoción, existía algo turbio. En sus gestos precisos, en su hablar siempre pausado y formal, se escondía una sombra de algo retorcido. No todos notaban el leve brillo de demencia en sus ojos, o la forma en que sus manos se crispaban levemente cuando alguien ponía en duda sus métodos. Los pocos que lo habían percibido se guardaban el comentario, sabiendo que un susurro equivocado podría significar perder su puesto... o algo peor.

Para Aureliano Devereux, el hospital no era solo un lugar de trabajo, sino un terreno sagrado donde sus decisiones eran irrefutables, donde cada palabra suya era ley. Creía que cada paciente era un alma que él había sido llamado a salvar, aun si la salvación significaba hundirlos más en la oscuridad. Al fin y al cabo, para Devereux, "la purificación" era un proceso doloroso, incluso cruel, y los métodos no importaban, siempre y cuando la "misión" se cumpliera.

Con su mirada fija en una puerta de acero, entrecerró los ojos y, en voz baja, como en un murmullo, pronunció las palabras que siempre recitaba al inicio de cada día:

-Que Dios me otorgue la fuerza... y a ellos, la sumisión

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