Capítulo 5

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Arzhel:

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Arzhel:

Senti el primer tirón en los músculos de mis brazos, un dolor que comenzó como un leve malestar pero que pronto se intensificó, extendiéndose por mi espalda y piernas. Sabía bien lo que significaba. El tiempo se acababa. La maldición que me ataba a mi barco no me permitiría estar fuera de él cuando llegara el amanecer, y las primeras luces del alba ya comenzaban a asomar en el horizonte.

Con cada minuto que pasaba, la presión sobre mi cuerpo aumentaba, como si las mismas sombras que me protegían durante la noche ahora se tornaran en mi contra. El dolor no era solo físico; era un recordatorio constante de la maldición que me había seguido por años, condenándome a un destino que ni yo ni mi tripulación podían escapar. Era como si el mismo mar me llamara de vuelta, como si no me perteneciera nada más que la oscuridad y las olas.

El enojo comenzó a arder en mi pecho. Había sentido la presencia de la joya, había estado tan cerca de encontrarlo, pero ahora el tiempo se desvanecía ante mis ojos. No podía regresar sin la joya. No podía permitir que esta oportunidad se me escapara. La frustración me consumía.

Con un movimiento brusco, golpeé la barra del bar con el puño cerrado, haciendo que algunos de los pocos que aún quedaban en el lugar saltaran de sus asientos, aterrados. Me volvi hacia Smeet, mi mirada llena de furia.

—No tenemos más tiempo —gruñi, mi voz cargada de desesperación contenida—. No podemos esperar más.

Smeet me observó, claramente preocupado por la creciente tensión en mi cuerpo, pero sabía que oponerse era inútil. Asintió sin decir una palabra, esperando las órdenes.

—Quiero que busquen casa por casa —dijo, mi tono bajo pero firme, implacable—. Sin piedad. Revisen cada rincón de este maldito pueblo hasta que encuentren esa joya. ¡Antes del amanecer!

Mis hombres de mi tripulación, al oír la orden, dejaron de lado sus distracciones. Sabían que cuando hablaba de esa forma, la situación era grave. Suspiraron, se pusieron en marcha sin preguntar nada más, algunos afilando sus espadas, otros tomando antorchas que aún se mantenían encendidas en el bar. Sabían que si no encontraban lo que su capitán buscaba, pagarían el precio.

Smeet, siempre cercano a mi, se detuvo un momento antes de unirse a la búsqueda.

—Arzhel, si no lo encontramos… —dejó la pregunta flotando en el aire, como si temiera la respuesta.

Lo miré directamente, mi mirada de acero fija en los ojos de mi oficial.

—No volveremos sin la joya —respondi con una determinación implacable—. No importa lo que cueste.

Mi tripulación salió del bar en silencio, dispersándose por las calles del pueblo como un ejército de sombras. Nadie estaba a salvo. Las casas serían revisadas una a una, los habitantes arrastrados de sus camas, el miedo se extendería como un incendio. Los gritos ya comenzaban a romper el silencio de la noche, ecos distantes que resonaban en las calles vacías.

La Joya del mar Donde viven las historias. Descúbrelo ahora