semillas de un amor prohibido

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La noche había caído sobre los edificios de la academia U.A., envolviendo el campus en un silencio inusual. Izuku Midoriya, exhausto después de un día largo de entrenamiento, se dejó caer en su cama, jadeando por la intensidad del día. Sentía sus músculos adoloridos y un peso inexplicable en el pecho, un dolor sordo que venía acompañándolo hacía días y que no sabía cómo explicar.

Cerró los ojos, tratando de relajarse, pero su mente no dejaba de divagar hacia una figura familiar: Katsuki Bakugo. Recordó el entrenamiento de esa tarde, cómo Bakugo se movía con la misma confianza arrolladora de siempre. Incluso tras los años de rivalidad y resentimiento, Izuku no podía evitar sentir algo más profundo por él, una atracción que había tratado de ocultar desde siempre. Era un amor que jamás pensó que sería correspondido, pero que latía en su pecho cada vez con más fuerza.

Izuku suspiró, resignado a su suerte. Era consciente de que amar a Bakugo era una locura. “Nunca me mirará de esa forma,” pensaba, una y otra vez, como si repitiéndoselo pudiera convencerse a sí mismo de que debía dejarlo ir. Sin embargo, el simple acto de imaginarlo era suficiente para hacerle sentir el pecho apretado.

Esa noche, algo diferente ocurrió. En medio de la calma de su habitación, sintió una punzada en su garganta, un ardor que lo hizo toser. Al principio pensó que era por la fatiga, o quizás una reacción a tanto entrenamiento intenso, pero la tos empeoró rápidamente, convirtiéndose en algo profundo y violento. Llevó una mano a la boca, y cuando la retiró, vio con horror que había sangre en su palma. No era solo sangre: pequeñas partículas de algo rojo y delicado se mezclaban con el líquido carmesí.

Izuku miró las manchas en su mano, confuso y asustado. ¿Qué eran esos fragmentos rojos? Al mirarlos más de cerca, se dio cuenta de que eran pétalos. “¿Flores?” murmuró para sí, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. La sangre y los pétalos se deslizaban por sus dedos, y la visión de esa extraña mezcla lo llenó de un miedo profundo.

Mientras limpiaba la sangre y los pétalos, su mente comenzó a buscar respuestas. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Era una enfermedad? Sabía que debía investigar y no dejar que el miedo lo paralizara, así que tomó su teléfono y comenzó a buscar en Internet.

Después de leer artículos y foros de personas que hablaban sobre enfermedades extrañas, encontró una historia antigua, casi como una leyenda urbana, sobre algo llamado “hanahaki.” Su corazón latió más fuerte al leer los síntomas descritos, que encajaban perfectamente con lo que le estaba ocurriendo: un amor no correspondido y reprimido, mezclado con una profunda tristeza, podía generar esta rara condición en la que el cuerpo empezaba a producir flores en lugar de curarse. Si los sentimientos eran lo suficientemente intensos y no se liberaban, la persona podía llegar a toser sangre y pétalos, debilitándose hasta la muerte.

El miedo en su pecho se transformó en angustia. ¿Era esto real? ¿Iba a morir solo por amar a alguien que no podía amarlo de vuelta? Se sentó en el borde de su cama, apretando el teléfono entre sus manos mientras procesaba la cruel verdad de su situación. No podía evitarlo: estaba enamorado de Katsuki Bakugo. Ese amor, que había creído insignificante y fácil de ignorar, era lo suficientemente poderoso como para destruirlo desde dentro.

El dolor volvió a su garganta y, esta vez, no intentó detenerlo. Tosió de nuevo, sintiendo cómo se desgarraba desde lo más profundo de su ser, como si el mismo dolor que lo desgarraba en su interior estuviera tratando de salir. Un puñado de pétalos y gotas de sangre cayeron en el suelo frente a él, pequeñas manchas que se extendían sobre el piso frío de la habitación. La visión de esos pétalos —una muestra tangible de su sufrimiento— lo hizo sentir más solo que nunca.

Al día siguiente, Izuku se esforzó por actuar con normalidad. Se levantó, se vistió y salió de su habitación fingiendo que no había pasado nada, que esa noche no había descubierto una verdad aterradora sobre su propio cuerpo y sus emociones. Pero con cada paso que daba, sentía una presión creciente en el pecho, un dolor sordo que le recordaba la gravedad de su situación. Cada vez que veía a Bakugo, el dolor parecía aumentar, como si su corazón supiera que su amor era prohibido y, aun así, no podía resistirse.

Durante el entrenamiento, el dolor empeoraba cada vez que Bakugo se acercaba o le dirigía una mirada crítica. La intensidad de los insultos de Bakugo, su forma de actuar tan despreocupada y arrogante, le hacía daño, pero, al mismo tiempo, no podía evitar admirarlo. Esa admiración, esa atracción, solo alimentaba la enfermedad en su pecho.

Bakugo lo empujaba más allá de sus límites, gritándole que debía esforzarse más, que siempre era débil. Izuku asimilaba cada palabra en silencio, fingiendo que no le afectaba. “¿Por qué soy así?”, pensaba Izuku, tratando de convencerse de que era una locura amar a alguien que solo le veía como un obstáculo o una debilidad.

Al final del entrenamiento, Izuku ya no podía más. Se dirigió a los vestidores, y tan pronto como estuvo solo, sintió que la garganta se le cerraba. Nuevamente, comenzó a toser de manera incontrolable, y esta vez, la cantidad de sangre y pétalos era mayor. Se apoyó en una pared, jadeando, sintiendo que el aire no llegaba a sus pulmones, y con cada espasmo, otro puñado de pétalos manchados de sangre caía al suelo.

Sabía que no podía seguir así, pero ¿qué podía hacer? ¿Declararse? Eso sería un desastre. Bakugo seguramente se burlaría de él, o lo rechazaría de forma cruel. Sabía que Bakugo no era alguien que supiera ser amable, mucho menos con alguien a quien consideraba una molestia. Y, sin embargo, Izuku sentía que estaba en una situación imposible: si mantenía su amor en secreto, la enfermedad empeoraría hasta matarlo. Si se confesaba, solo ganaría el desprecio de Bakugo y terminaría en la misma situación.

Cuando regresó a su habitación, se miró al espejo, observando su reflejo pálido y los restos de sangre en sus labios. Sabía que debía encontrar una solución, pero en ese momento solo podía contemplar el abismo de su situación. Su amor por Bakugo era tan poderoso que lo estaba destruyendo desde dentro, y no había forma de detenerlo.

Izuku cerró los ojos y se llevó una mano al pecho, sintiendo cómo el dolor seguía allí, latente. En ese momento entendió que debía enfrentar su amor, o encontrar una manera de liberarse de él, si es que eso era posible.

Flores de sangre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora