Revolución de 1905: Llegada a San Petersburgo

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"Pocos hombres logran destacarse en los vastos anaqueles de la historia. Pocos, como León Trotsky."

Un hombre sonrió mientras leía, absorto en el libro que tenía en las manos. Sin embargo, pronto lo interrumpió la llegada de un cliente. Levantó la vista hacia la puerta de su biblioteca y observó a un grupo de jóvenes que entraban, luciendo bastante nerviosos. Les ofreció un saludo cordial, pero no pasó mucho tiempo antes de que comprendiera sus intenciones.

Uno de los muchachos, el más joven, sostenía una pistola que apuntaba directamente a su cabeza mientras los demás saqueaban el dinero de la caja. La tensión en el ambiente era palpable. Justo en ese momento, otro cliente entró y, al comprender la situación, comenzó a gritar pidiendo ayuda. Nervioso, el chico del arma disparó, y el estruendo del disparo fue lo último que el hombre escuchó.

O al menos, eso debería haber pasado.

De repente, abrió los ojos, aturdido, y se encontró en un tren antiguo, rodeado por una atmósfera extraña y cargada de humo de carbón. Miró a su alrededor sin comprender. Todo su ser se sentía diferente, y su mente, confundida, pronto se vio invadida por una ráfaga de recuerdos que no le pertenecían...

Se sentía extraño, atrapado entre el asombro y una ansiedad inexplicable. Miró a su alrededor, observando cada rincón del vagón del tren en el que estaba, percibiendo los detalles de un tiempo que había leído mil veces pero que jamás imaginó vivir. El vapor flotaba espeso en el aire, y el traqueteo del tren en los rieles le resultaba casi ensordecedor. Entonces, bajó la vista y se miró a sí mismo. La piel de sus manos, el peso de su cuerpo, el abrigo pesado y la bufanda que le rodeaba el cuello... todo era tangible, real, y completamente ajeno.

Se quedó absorto, intentando procesar lo imposible. Aquél era uno de los escenarios que sus libros favoritos le habían descrito tantas veces: un tren rumbo a algún punto de la vasta Rusia zarista. Y sin embargo, había una verdad ineludible que persistía en el fondo de su mente: él había muerto.

El simple hecho de estar allí desafiaba toda lógica. Intentó aclarar su mente, confusa, mientras una ráfaga de recuerdos e imágenes inundaban su consciencia. Decidió que tenía que hablar con alguien, cualquier persona que pudiera darle alguna orientación sobre su situación. A su lado, un hombre de mediana edad leía un periódico con aire de desaprobación. Tomando aliento, se inclinó hacia él y le hizo una pregunta simple pero cargada de incertidumbre.

-Disculpe, ¿qué día es hoy?

El hombre levantó la vista, molesto por la interrupción, y lo miró brevemente antes de responder con un tono áspero:

-Estamos en enero de 1905, según el calendario gregoriano.

La respuesta lo dejó atónito. 1905. La fecha resonaba en su cabeza como un eco. Poco a poco, una extraña comprensión comenzó a asentarse en su mente, llenando su ser con una mezcla de confusión y vértigo. Si esto no era una especie de alucinación, si no era el delirio de algún estado post mortem, entonces significaba algo aún más desconcertante.

Cerró los ojos un instante y respiró hondo, tratando de asimilar lo que había comprendido. Las imágenes de su propia vida comenzaron a desvanecerse, dando paso a una marea de pensamientos y sensaciones que no le pertenecían, pero que empezaban a resultar familiares. Cuando finalmente abrió los ojos, la conciencia se asentó con una certeza escalofriante: había vuelto al pasado, y no en un cuerpo cualquiera. Había regresado como alguien que él mismo había considerado un "hereje" en la historia, una figura monumental y trágica en el curso de la revolución.

Estaba en el cuerpo de León Trotsky.

León permaneció en silencio, absorto en sus pensamientos mientras el tren avanzaba. Las visiones de su propia vida y la de Trotsky se mezclaban, creando un torbellino de recuerdos y emociones. La confusión apenas comenzaba a disiparse cuando uno de los operadores del tren gritó, anunciando la llegada.

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