『 𝐕𝐈𝐈 』

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—capítulo algo largo para compensarles la espera✨. Disfruten a gusto, y como siempre, ¡nos leemos abajo! <3

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Su relación con los domingos era una particularmente tensa.

Nació en un principio de un rechazo infantil a raíz de su afán por ausentarse a clases. Dormir la mañana siempre fue de sus más grandes placeres, y la idea de enfrentarse a niños extraños y en su mayoría, crueles, le ponía los pelos de punta; sin embargo, a medida que el tiempo continuó su curso, fue torciéndose hasta conformarse en su sala de tortura personal. Veinticuatro horas que podía, con la mano al fuego, catalogar como malditas. No había cabida para la lógica en ello, menos que menos un sostén racional en su teoría de fatalismos: pero si algo malo ocurriría en su semana, Elizabeth, supersticiosa como ella sola, sabía en sus entrañas que sería el domingo.

Las casualidades a lo largo de los años habían sido demasiadas para renegar de ellas; y si era creer o reventar, ella creía, firme y fervientemente.

Su día, acorde a sus suposiciones, le había salido del revés con tan solo bajar sus pies de la cama. Nimiedades tan absurdas como el cepillo de dientes fuera de lugar, su perfume agotado hasta la última gota o sus pies demasiado inflamados como para siquiera considerar ponerse zapatos. Le pesaba que lo último se debiera a su capricho y no a causa de la regla del domingo, pero al haberse ido a dormir la noche anterior y recapitular en que apenas eran una molestia leve, achacó su empeoramiento repentino a la mala vibra del día per se. Cómo no podía ser de otra manera, pasó una media hora completa buscando las pantuflas por todo el cuarto, para encontrarlas en el mismo lugar donde revisó por primera vez y que, juraría por todo lo sagrado, no estaban.

A pesar de los inconvenientes menores, se sentó en el borde la cama unos minutos antes de bajar, y meditó con calma. Inhaló y exhaló con sus ojos cerrados, centrada en aislarse de tanta negatividad. La sugestión le duró buena parte del día, el cual fluyó ameno y creyó, en su ignorancia, que no sucedería más nada que la perturbara. Desayunó junto a Meliodas sin mayores contratiempos y casi sonrió al percatarse que lograron convivir un rato sin apuntarse con intenciones asesinas a la yugular. La compañía y la charla serena del rubio le removieron sutilmente la consciencia sobre su comportamiento hacia él el día de ayer; no obstante, al menos quedaron en paz una vez dejó de lado el orgullo. Después de todo, siempre fueron propensos a la perderse en la comunicación.

Meliodas reiteró su disposición de llevarla a Essex a visitar a su padre, aquello le provocó una punzada de ternura que disimuló al instante. Lo hace por compromiso, se repitió una y otra vez. Para su infortunio, él conocía bien el camino por el cual abrirse paso entre las grietas de su coraza, sin importar cuán inexpugnable resultara esta. Se abría paso despacio, tan despacio que al momento de voltear a verle ya se había colado en sus pensamientos, adueñándose de ellos. Fue así la primera vez, y su pecho le advertía a gritos que lo haría de nuevo si no le ponía un alto.

Pero, ¿cómo hacerlo? Si sus ojos verdes, los mismos que tanto soñaba en las noches, la miraban como si fuera lo único valioso a su alrededor, la seguían a cada movimiento, cada gesto. Y Elizabeth supo que la balanza comenzaba a inclinarse a favor de Meliodas cuando esa mirada de la que tanto huía como si quemara, se transformaba, sin su consentimiento, en una llama que le brindaba calidez constante a su alma moribunda de frío. Quería decirle que no, un detente al menos, mas sus labios se rehusaban a mentir por ella. Era la primera vez que se veía con las defensas bajas, y se sentía  cómoda con ello. Esa magia solo podía ser obra de él.

Le era inverosímil el arte innata que tenía para envolver a la gente, con ese encanto casi sobrenatural que atrapaba a incautos como moscas en una telaraña, e incluso a quienes ya estaban familiarizados con su embrujo, como ella. Se quería golpear hasta la inconsciencia por permitirse confiar tanto de una noche a otra, aunque sabía de antemano que acabaría de esa manera. Meliodas ejercía un poder inconmensurable sobre ella, una hipnosis de la que no podía apenas escapar, de la que no quería escapar. Era inevitable, pero no irresistible. Y verse así, eligiéndolo, era lo que más la aterrorizaba de todo. Estaba dándole por voluntad propia las armas para herirla de muerte nuevamente, y lo hacía a sabiendas de que en cualquier momento podía virarse en su contra y dispararle a quemarropa sin segundos miramientos.

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⏰ Última actualización: 3 days ago ⏰

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Illicit Affairs | Melizabeth AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora