『 𝐕 』

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—¿a qué no se esperaban otra actualización tan rápido? la verdad, yo tampoco JAJAJ. broma, puse las neuronas en marcha y el resto fue como magia. ah, que consentidos los tengo. ¡nos leemos más abajo para notas de autora, disfruten el capítulo! 🩶

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A pesar de la exhaustiva educación que su madre —mujer francesa y muy religiosa, como si su nacionalidad no fuese suficiente suplicio a soportar— batalló día y noche en inculcarle para convertirla en una apropiada rosa inglesa, el destino tuvo preparado para Elizabeth —a modo de obsequio, ¿o quizás castigo?— un carácter de aquellos de armas tomar.

Su padre llegó a apodarla como la fierecilla indomable, siempre desde un lugar de incondicional cariño, por supuesto. Su madre, por su parte, no era muy adepta a sus peculiares andanzas. Poco condescendiente, el solo hecho de imaginarse que Elizabeth rondaba por ahí con Verónica bastaba para ponerla de nervios. Ahora bien, si lo miraba en retrospectiva, reconocía con pudor que su comportamiento dejó mucho que desear en varias ocasiones; pero oh, cómo disfrutaba hacer travesuras con su hermana a pesar de todo.

Verónica era mucho más enérgica y alta que ella, toda una niña de verano, como gustaban de llamarla los mayores; y, sin mediar un segundo en sus diferencias, su infancia entera la pasó a su lado. Unidas por la cadera, decía su padre. Margaret asumió su rol de hermana mayor demasiado rápido, lo cual propició que ambas se convirtieran en uña y mugre para toda una vida. Dónde estuviera una, la otra no debía andar demasiado lejos. Su madre tenía pavor de la dupla explosiva que formaban, en especial cuando se hallaban cerca de objetos costosos. Bartra solo sonreía orgulloso ante sus hijas, deshaciéndose en palabras de dulzura para con ambas: sus pequeños diablillos.

No obstante, sin importar la cercanía, el roce entre ambas siempre fue turbulento. Verónica era terca como ella sola, y Elizabeth, a su vez, le llevaba la contienda. Chocaban constantemente y la absurda mayoría de ocasiones por obra suya, en exceso autoritaria y caprichosa como para ceder el control; e incluso si solo eran juegos de niños, Elizabeth, consentida por su padre al punto de creerse superior a sus hermanas, debía llevar la batuta. Verónica, en su inmenso afecto, la sobrellevaba la mayor parte del tiempo, aunque hubo momentos en que se pasaba de la raya y dejaban de hablarse por días. A pesar de eso, no podían vivir la una sin la otra, y los enfados terminaban en un abrazo repleto de ternura.

Eventualmente la vida las separó, una anclada a Inglaterra y la otra con aires de nómada, que se esmeró en ganarse a pulso el título de trotamundos. Las cartas iban y venían, escritas de inicio a fin con anécdotas y recuerdos, los cuales, para risa de Elizabeth, eran en su abundancia del pésimo carácter que cargó en su niñez.

De algún modo, su madre se las ingenió para apaciguar esa llama suya y, con el paso del tiempo, creerla extinta. Sin embargo, la realidad era que ardía en su pecho con la misma intensidad de antaño, con la única diferencia de que tuvo que aprender a cuándo darle rienda suelta, y cuándo a guardar silencio; siempre, claro está, pensando en su propio beneficio.

Aún así, pese a sus años de práctica, mantener la compostura ante las insistentes faltas de respeto de Estarossa iba a hacerla enloquecer en cualquier momento.

A veces creía que lo hacía a propósito, totalmente comprometido en la tarea de destruir su temple por el resto de sus días. Y vaya que se le daba bien. No había un mínimo de consideración, un límite que no se haya atrevido a cruzar, y ahora resultaba que no podía sostener su palabra, ya no solo como compañero, sino como hombre. Todo ese ruego, todo ese espectáculo armado para sacarla de Londres, ¿para qué? Si deseaba huir tan solo poner un pie en la casa, tuvo que al menos haber tenido la cortesía de avisarle una vez a solas, y ahorrarle esa humillación frente a la servidumbre y más, en frente de Meliodas.

Illicit Affairs | Melizabeth AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora