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Inglaterra, 1951
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Sus orbes celestes se pasearon por toda la habitación hasta posarse en la imagen que le devolvía su reflejo: inmaculada, el infinito velo blanco de encaje que enmarcaba su delicado rostro la hacía parecer nada menos que un ángel.
Una imagen absolutamente repulsiva a sus ojos.
Verse así le produjo una arcada, y la ansiedad que había logrado —a duras penas— reprimir la noche anterior comenzó a llamar nuevamente a su puerta, pero Elizabeth no podía permitirse dejarla entrar bajo ninguna circunstancia.
Aquello era algo que debía hacerse, y punto.
Ya era muy tarde para arrepentimientos o siquiera dudarlo. Si hubiera querido oponerse, debía haberlo hecho meses atrás, aunque tampoco es como si hubiera tenido una oportunidad. Por el bien de sus hermanas, por la comodidad de su padre y hasta por la suya propia, Elizabeth se estaba entregando a sí misma en bandeja de plata no solo a un hombre que no amaba, sino que tampoco la amaba a ella.
Dio un último repaso a su figura en el inmenso espejo, acomodó su tiara y, sin darle más tiempo a siquiera considerar una huida, unos toques delicados a su puerta hicieron eco en la pieza. Margaret, la mayor de sus hermanas, asomó sus cabellos lila y susurró su nombre, casi como un lamento. Sus miradas coincidieron y Elizabeth supo que ya era hora, el auto debía estar esperándolas a la entrada de la mansión.
—Te ves hermosa— la voz temblorosa de su hermana delató su pesar.
Desde muy niñas, anhelaron siempre casarse de blanco, con un vestido de princesa y su príncipe, enamorado hasta las trancas, esperándolas en el altar con lágrimas de dicha en los ojos. Margaret había alcanzado aquel sueño, en un pasado donde la necesidad no había llamado aún a sus puertas. La prosperidad le había dado la fortuna de elegir un matrimonio deseado, una unión tan perfecta que Elizabeth sostenía como nada menos que ejemplar, e incluso que en estos momentos envidiaba.
En cambio, la suerte no había sido tan generosa con ella.
La vio dirigirse a ella a paso lento, como quien se acerca a un animal herido con temor a lastimarlo.
—Toma— Margaret sostenía en sus manos pálidas un modesto estuche de terciopelo, forrado en azul de medianoche y algo polvoriento. Elizabeth tuvo que buscar apoyo en su tocador para no caer de espaldas al suelo cuando vio el interior—. Algo viejo y azul para la novia, mamá querría que lo llevaras.
Frente a sus ojos atónitos, yacía descansando sereno un colgante de oro blanco, una exquisita pieza perteneciente a su familia, y que, de generación en generación, habían lucido con desbordante orgullo todas sus matriarcas. Relucía aquel zafiro en forma de gota en su centro, bordeado de pequeños diamantes a su alrededor, soberbio, demandante de cada mirada de quien posara sus ojos sobre él. Aunque la gema no era para considerarse exuberante, su encanto radicaba en su elegante simpleza, la máxima muestra de lujo. Elizabeth lo creyó perdido por todos estos años luego de estallar la guerra, cuando en medio de la crisis los Liones se vieron forzados a vender cada joya para no caer en la total ruina.
Aquella pieza era simplemente invaluable, y ahora sería ella la responsable de estar a su altura. Recibir semejante obsequio solo acentuó más la insoportable carga sobre sus hombros fatigados, pero la ternura resplandeciente en el rostro de su hermana le imposibilitó a sus labios formular algún reclamo. Sabía que lo hacía con la más pura de las intenciones, pero aún así, era un trago amargo difícil de bajar. Así que se limitó a sonreírle, aquella sonrisa que se había pasado toda la semana practicando. Margaret se lo colocó con suma delicadeza, su tacto dulce como el de su fallecida madre, y al verse ambas a los ojos mediante el espejo, Elizabeth quiso echarse a llorar.
Ya había sido suficiente para ella.
—Andando— pronunció apresurada, casi jalando a su hermana por su vestido. Aquella habitación la estaba ahogando—. Deben estar ansiosos en la catedral— y pensando lo peor de mí, que huí.
Su hermana apenas pudo asentir cuando ella ya había salido de la pieza como si la persiguiese el diablo. La escuchó a sus espaldas, llamando su nombre y pidiendo que tuviera cuidado al verla casi tropezar con su vestido en las escaleras, pero si se detenía en su andar no sabía si podría reanudar su paso nuevamente. Y una vez el auto arrancó, dejando detrás su casa de infancia, la incertidumbre se afianzó a su cuello como una soga.
No había vuelta atrás.
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La Catedral de Canterbury sería testigo del inicio de su inminente tragedia. Una construcción que a esa hora de la mañana, en el clima húmedo inglés, aunque sagrada, frente a ella Elizabeth juraría que desprendía un aura incluso sombría; pero quizás era solo su subconsciente sugestionado. Aquel lugar imponente contaba con casi seis siglos de vigencia, y quiso ella pensar que con tantas historias que habían pasado por allí, no sería la primera novia que recorrería su camino hacia el altar con tal opresión asfixiante en su pecho.
Sin ánimos de extender su tortura, saludó con su debida cortesía a quienes le dieron la bienvenida y tomó la mano de su padre. Sintió la mirada de Bartra sobre ella, de pies a cabeza, una y otra vez, y no necesitó volverse a verlo para reconocer aquel resquicio de pesar en los ojos de su padre que se esforzaba en esconderle. Siempre fuerte para ella, un pilar que Elizabeth sabía, jamás osaría en fallarle aunque así lo sintiera.
Con un respiro profundo, dio el primer paso y su padre caminó a su lado, sosteniendo con firmeza su mano cuando las puertas inmensas de la catedral fueron abiertas.
A lo lejos, su futuro esposo, Estarossa, segundo hijo del siniestro e infame Conde de Kent, y lo que ella creía que sería la salvación de su legado familiar. La sonrisa esbozada en el rostro del caballero le brindaba todo menos seguridad, y Elizabeth se aferró al agarre de su padre mientras emprendía su recorrido tambaleante por el altar. Creyó enloquecer al sentir como la melodía nupcial se transformaba lentamente en una marcha fúnebre y cerró sus ojos con fuerza, era tan solo su mente jugándole una mala pasada.
Y quiso forzarse a creer que su porvenir no sería una pesadilla, que quizás estaba ahogándose en un vaso de agua en el momento en que sus piernas flaquearon cuando su padre la entregó a su prometido con recelo, pero en el fatídico instante en que se atrevió a mirarle a los ojos, aún con esa aberrante sonrisa de oreja a oreja dibujada en su rostro, vio más allá.
Aquello que la recibió fue el vacío.
Y cuando nadie se opuso, supo que no había nada por hacer: su destino ya estaba sellado.
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¡Hola a todos! De antemano, gracias a todo aquel que le dé una oportunidad y apoye a esta obra que apenas empieza <3. Siempre agradecida con cada voto y comentario que se animen a dejarle a esta humilde servidora (?)
Fuera de bromas, me da mucha ilusión este nuevo proyecto, y espero que la ilusión sea recíproca a medida que vaya avanzando la historia, porque esto apenas es la punta del iceberg —risa malévola—.
Unas cosas a tener en cuenta:
• esta historia se ubica en la Inglaterra de los años 50, así que estará plagada de referencias históricas, no me juzguen por ser una perfeccionista ;u;
• acá trataré temas muy políticamente incorrectos, véase así como romances cuestionables y cosas que verán más adelante no aptas para todo público (no solo lemon; sí señores, habrá lemon)
• será un romance lento, habrá que tener paciencia. Lento, pero sabroso, confíen en mí (?)
• las actualizaciones serán cada una o dos semanas, excepto el primer capítulo que lo publicaré mañana a la misma hora.
Eso fue todo, si les gustó siempre déjenmelo saber con su voto y no saben cuánto me ayudarían con una opinión TuT.
Sin más, los dejo para que disfruten,isa ❥.
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Illicit Affairs | Melizabeth AU
Hayran Kurgu『 Atrapada en un matrimonio por conveniencia, sin amor y apenas voluntad de continuar, Elizabeth Liones no consigue ver la luz al final del túnel. Su suerte cambiará de súbito al reencontrarse con un fantasma de su pasado, quien trae quizás consigo...